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Tribuna
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El desterrado del paraíso

Quizá lo que más llama la atención de la poesía de José Hierro es que no ha sucumbido en exceso a las contaminaciones de los estilos o tendencias que le rodeaban mientras él escribía y publicaba sus libros. Es verdad que sus primeros libros: Tierra sin nosotros (1947), Alegría (1947) y Con las piedras, con el viento (1950) respiran aires de época, inevitables por otra parte, pero lo hacen desde una sorprendente libertad en el sentido de que evocan territorios de opresión, falta de horizontes y muerte, pero a la vez sugieren una aventura más intemporal, como si la vida en cualquier circunstancia debiera ser descrita en esas claves de destierro y condenación. El vagabundo eterno que se alza como figura emblemática en estos poemas parece sacado de las tribulaciones metafísicas y malditas de un Byron antes que de las carcelarias coyunturas de la España de los cuarenta y de un hombre que conoció aquellas prisiones con pena de muerte entre sus títulos de crédito. Mérito indudable por tanto que no nos zambullamos de la mano de este Hierro en los charcales panfletarios o tremebundos de algunos de aquellos poetas de esos años.Sus próximos libros, Quinta del 42 (1953) y Cuanto sé de mí (1957) no abren una brecha profunda con los anteriores, sino que prolongan sus claves más íntimas -la vida aherrojada por el pasado y por la muerte-, y afirman una poética que sustancialmente es una continuación más que una novedad: Hierro reclama para sí el estatuto de lo que él llama la palabra sencilla, que es una ambición estética que procede de un Lorca y un Juan Ramón extremadamente depurados, pero también de la impronta de la poesía cancioneril, o de una posible e ideal palabra cantada que reclamara la pureza sin intermediarios, la más incontaminada de las expresiones humanas.

Libro de las alucinaciones (1964) abre una estela en cierto sentido nueva -pero sólo relativamente- que continúan sus últimos libros, Agenda (1991) y Cuaderno de Nueva York (1998). La novedad formal es la exploración de la técnica del monólogo, una forma de introspección que provoca un constante desdoblamiento de voces, y cuyo sentido último es cercar con preguntas e inquisiciones tanto a la identidad de quien habla, confusa y borrosa, fantasmal y alucinatoria, como a la realidad que percibe ese hablador desconcertado, también sometida a un desdibujamiento inestable, mezcla de recuerdo e imaginación, de vaciedad y de plenitud imposible y frágil. Una impresión de desalojo o destierro se impone y de vida a duras penas vivida con larga sombra de olvido y áspera memoria a sus espaldas.

Hierro: un poeta solvente y fiel a sí mismo, cuya máxima cota son sus alucinatorios accesos a la identidad rota de un hombre marcado por su pasado vigilante y por la muerte insalvable.

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