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Una promesa incumplida

Sin justicia social, el enorme avance que ha supuesto la Declaración Universal se queda para el autor en papel mojado.

Se conmemora mañana una fecha crucial en la historia de la lucha de la humanidad por la afirmación de la dignidad del ser humano. Me refiero a la aprobación por parte de la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 10 de diciembre de 1948, de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Ahora bien, comparto con Mary Robinson, Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, la opinión de que "tenemos que ser muy sobrios" en la celebración de este aniversario dado que, siguiendo sus mismas palabras, "el 50 aniversario de la Declaración coincide con violaciones muy graves de los derechos humanos". Es decir, para la mayoría de las personas que pueblan el Planeta, sobre todo para las mayorías excluidas de los países del Tercer Mundo, los derechos humanos siguen constituyendo una promesa incumplida, una proclama que se sitúa todavía más cerca de la retórica que de la realidad. A pesar de esta desoladora constatación, debemos reconocer que la aprobación de la Declaración Universal, espoleada por los horrores nazis cometidos durante la Segunda Guerra Mundial, inauguró una nueva etapa en el Derecho y las relaciones internacionales, etapa que iba a estar presidida por el proceso de internacionalización progresiva de los derechos humanos. A partir de este momento los derechos humanos pasaron a ocupar un lugar destacado en la agenda de las relaciones internacionales, sin que los Estados se pudiesen amparar en el argumento tradicional de que aquéllos pertenecían a su jurisdicción interna y, por lo tanto, era un asunto que no interesaba al resto de la comunidad internacional. Un aspecto relevante de la Declaración es que ningún país votó en su contra en la Asamblea General, aunque sí obtuvo importantes abstenciones, como la de los países socialistas, con la Unión Soviética a la cabeza, Arabia Saudí o Sudáfrica. La Declaración nació, pues, bajo el signo de un relativo consenso, un factor muy importante si tenemos en cuenta que la Declaración Universal quería convertirse, tal y como se proclama en su preámbulo, en un "ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse". De todas formas, la Guerra Fría que se instaló una vez finalizada la guerra ha ejercido una influencia muy negativa en la declaración y en la evolución posterior de los derechos humanos, contribuyendo a una excesiva politización de los mismos y a su utilización como arma arrojadiza en el conflicto Este-Oeste. El soporte ideológico de la Declaración reside en los principios generales de libertad, igualdad, no discriminación y fraternidad consignados en sus artículos 1 y 2. El primero de ellos constituye una auténtica proclamación de fe en la libertad e igualdad de las personas, al disponer, que "todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalamente los unos con los otros". El artículo 2, por su parte, señala que "toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole" En lo que respecta al contenido de la Declaración Universal, constituye un sano y delicado equilibrio entre las ideologías imperantes en la comunidad internacional, la socialista, por un lado, y la capitalista, por otro, con concepciones de los derechos humanos muy alejadas entre sí. Mientras que la concepción socialista ponía el acento en los derechos económicos, sociales y culturales, la capitalista, en cambio, privilegiaba los derechos de carácter civil y político, las libertades clásicas. La Declaración Universal no tuvo otro remedio que recoger en su seno ambas cosmovisiones, convirtiéndose en el primer instrumento internacional que proclamaba simultáneamente las dos categorías de derechos. Como ha puesto de manifiesto Gros Espiell, "la Declaración Universal pretendió presentar una concepción universal de los derechos humanos, un ideal común a la humanidad entera, elevándose, en un mundo dividido, sobre las distintas ideologías". Hay un elemento del contenido de la Declaración al que no se le ha prestado la debida atención y que hoy se sitúa en el centro del debate sobre los derechos humanos. Es el artículo 28, que señala los vínculos que existen entre la justicia social, tanto en la esfera interna como en la esfera internacional, y un respeto efectivo de los derechos humanos. En virtud de este artículo, "toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos". Este interesante artículo estaba dando entrada al denominado enfoque estructural de los derechos humanos, que defiende la necesidad de remover estructuras en los ámbitos interno e internacional para un adecuado disfrute de los derechos humanos. Sin un mínimo de justicia social, los derechos humanos no pasarán de ser un slogan estéril y sin contenido efectivo. No es otra la opinión mantenida por Amnistía Internacional en su informe de 1998, titulado de una manera muy gráfica Un año de Promesas Rotas. En este informe se destaca que, "para la mayoría, los derechos proclamados en la Declaración universal no significan mucho más que papel mojado. Son una promesa incumplida para millones de personas que luchan por sobrevivir con menos de un dólar al día, o para los 35.000 niños que mueren a diario por desnutrición o por enfermedades que podrían evitarse". Sirva esta atinada reflexión para propiciar una celebración crítica de un documento, la Declaración Universal, que tiene un enorme potencial liberador pero del cual no se han extraído todas sus consecuencias.

Felipe Gómez Isa es profesor de Derecho Internacional y miebro del Instituto de Derechos Humanos Pedro Arrupe de la Universidad de Deusto.

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