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"En el marco de la Constitución..."

Uno de los efectos de la reciente presión de los nacionalismos sobre el Estado ha sido la abundancia de propuestas de reforma constitucional. Algunas tienden al federalismo, de variada geometría; otras desean incluir el llamado derecho de autodeterminación o el de secesión. Hay quienes pretenden modificar la letra; hay quienes se contentan con desarrollar el "espíritu". Pero, sin lugar a dudas, entre los conatos reformadores destaca el de Miguel Herrero de Miñón, acabado de publicar en el libro Derechos históricos y Constitución. Se trata de tomar pie en la disposición adicional primera de la Constitución, la que ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales, para dar cabida a la plurinacionalidad. Ello daría como resultado el reconocimiento de los diferentes cuerpos políticos que, según dice, componen el ser profundo de España. El autor se promete de todo ello no la desintegración, sino el logro de una España grande, la que soñó Prat de la Riba, fundador del nacionalismo catalán.La propuesta del señor Herrero no destaca por su novedad. La referencia a los derechos históricos es parte sustantiva del ideario del nacionalismo sabiniano. En el imaginario del nacionalismo vasco siempre ha existido un mito de los orígenes: la independencia primitiva que recordaba los fueros, entendidos como pacto con la Corona, o sea entre entidades soberanas, y su decadencia y destrucción por obra del español protervo. Su objetivo ha consistido, pues, en la "reintegración foral plena", aunque desde hace poco parezca haber elegido la vía de la autodeterminación.

La originalidad del señor Herrero reside más bien en la manera artificiosa en que trata de justificar y de poner en planta el viejo lema de los derechos históricos. El autor ha confesado ser un jurista afecto al historicismo de Savigny. Yo me atrevería a decir que sigue más bien a Otto von Gierke; que su definición de los corpora como entidades reales de carácter existencial es idéntica a la que Gierke aplicaba a las corporaciones germanas. El principio, en todo caso, es el mismo: contra el racionalismo y la abstracción de la norma, contra la ley creada a voluntad por el Estado, contra el individualismo abstracto, se alzan con tozudez, como mudas esfinges, los derechos seculares, las realidades orgánicas. Como concepción romántica, no está nada mal. En España siguieron esa escuela Giner de los Ríos o Joaquín Costa. Historicistas fueron, cada cual a su modo, Jovellanos, Martínez Marina y una parte del moderantismo, incluso el Cánovas de la "constitución interna". Pero también forma parte del historicismo la corriente del llamado derecho público cristiano, el tradicionalismo, y todos aquellos que pretendieron defender los derechos de la religión católica, el rey neto y los organismos regionales contra el Estado liberal. Entre las extremas derechas españolas ha sido frecuente la fórmula "un rey con fueros". El historicismo ha sido, pues, una corriente ambigua. La historia ha servido como un zurrón en el que cada cual acudía a surtirse de los argumentos que mejor convenían a sus preferencias políticas.

El señor Herrero parece concebir los derechos históricos de maneras distintas. Unas veces parece derivarlos de los antiguos fueros provinciales, tal y como fueron concebidos por sus defensores más acérrimos. Afirma que son un hecho originario, algo decantado históricamente, que se revela en los monumentos del pasado. Pero el moderno defensor del fuerismo se pone en guardia ante las posibles objeciones de la historiografía. Su tarea no concierne al pasado, como hacen los historiadores arqueologizantes, sino al futuro. La historia es proyecto, dice, no memoria. Los susodichos derechos son más bien el símbolo de una identidad persistente en el tiempo, mitos que revelan un estado de conciencia. En realidad, la historia es para nuestro autor una esencia, una identidad, una facticidad infungible (¿?) un espíritu colectivo, una versión del volkgeist. De ahí que llegue a afirmar que los derechos históricos no tienen contenido concreto, o que entre los que revelan esa dichosa facticidad infungible incluya a gentes tan dispares como carlistas, integristas, fueristas liberales y nacionalistas. El objeto al que remite la adicional primera, dice el propio Herrero, no es la historia. Bien. Pero entonces, ¿a qué viene defender unos derechos históricos que nada tienen que ver con la historia?

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El historicismo de Herrero es tan poco historicista que no duda en dar cabida en su construcción a elementos del viejo derecho natural. En lugar de individuos colocados en el estado de naturaleza, que pactan para dar origen al estado político, tenemos cuerpos o fragmentos de Estado, que pactan entre sí un contrato de asociación, pero sin enajenar la soberanía originaria. Los corpora mantienen todas las ventajas del estado natural de independencia en el estado político, lo que Herrero denomina "reserva permanente de autogobierno". Pero ¿no es esto una ficción racional? El razonamiento de Herrero resulta harto voluble. Unas veces la historia, otras la naturaleza, según convenga. En ocasiones, el "ser" histórico produce el "debe" de la norma jurídica; otras es el "debe" de los derechos primitivos e inderogables ("a priori formal") quien sirve de idea reguladora al "es" de la Constitución. ¿En qué quedamos? Confiesa que el principio de autodeterminación como ejercicio voluntarista es anacrónico o inconveniente, y pretende sustituirlo por la autodeterminación histórica; pero, acto seguido, pasa a defender lo que rechazaba, aunque paso a paso, elección tras elección. ¿A qué carta quedarse? Hay momentos en que argumenta desde el realismo político, para refutar la doctrina del sujeto exclusivo del poder constituyente. No, viene a decir, los sujetos reales son las instituciones, los partidos y sindicatos, la iglesia, el ejército incluso. Pero los corpora, esas identidades completas, afectivamente cargadas, redondas como bolas de billar, mónadas sin ventanas que son los titulares de derechos históricos, son ficciones carentes de existencia real. Los cuerpos observables -aceptemos la más que discutible metáfora organicista-, las comunidades autónomas, se componen de individuos, grupos sociales, partidos, ideologías y hasta provincias diferentes. El señor Herrero recuerda aquel nacionalista polaco al que preguntaron sobre el fundamento de sus reclamaciones: "En el principio histórico corregido por el lingüístico, siempre que opere a nuestro favor". Un político profesional puede, en ocasiones, saltarse la coherencia en nombre de la realidad cambiante. Cuando un intelectual demuestra semejante sentido de la oportunidad en el uso de los conceptos, el resultado puede ser devastador. Un verdadero galimatías, como el afirmar que al "traer causa" y alegar el pasado éste se supera; o al recomendar que se tomen los susodichos derechos históricos "no como prueba de lo que quieren demostrar, pero sí como demostración de la voluntad de probar".

El retorcimiento argumental llega al paroxismo cuando el señor Herrero trata de interpretar las intenciones que tuvo el constituyente para establecer la adicional primera. Es sabido que tal cláusula dependió de las circunstancias; que fue un intento, fallido al cabo, de satisfacer el nacionalismo vasco e incorporarlo a la Constitución. El propio Herrero, miembro de la comisión constitucional, lo ha contado en sus Memorias de estío. Al final quedó la famosa adicional primera, como monumento a la buena voluntad del legislador y, por qué no decir- Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior lo, como testimonio de inconsistencia. En un texto necesariamente deductivo, cualquier referencia a la historia no hace más que enturbiar su comprensión. Véase como ejemplo la atribución a la corona de la representación más alta, especialmente con las naciones de nuestra comunidad histórica. ¿Cuál será esta comunidad? ¿Hispanoamérica, Europa, los países árabes, Israel? En todos los casos podrían aportarse razones "históricas" que ampararan cualquier vínculo de comunidad. Pero sigamos. Esta adicional, que a todas luces parece adjetiva, que figura entre otras adicionales referentes a la mayoría de edad, las audiencias territoriales en determinadas comunidades, a interpretar siempre "dentro de" y "de conformidad" con la legislación del Estado, se convierte en manos del señor Herrero en algo sustancial, importantísimo, que decide el resto de la Constitución de que forma parte. Y ello con una exégesis harto imaginativa, como decir que "en el marco de la Constitución" no significa la Constitución como marco, sino el marco mismo de ésta, "un marco político cambiante e impreciso". Es decir, que significa lo que nos da la gana que signifique.

El señor Herrero de Miñón publicó en 1972 un libro titulado El principio monárquico. En aquel tiempo se disputaba sobre la manera de iniciar una transición política que parecía inminente. Se trataba de transformar una legalidad autoritaria en otra diferente a través de los resquicios que pudieran ofrecer las leyes fundamentales. Entonces postuló Herrero la conveniencia de adjudicar al Rey la capacidad de expresar la voluntad del Estado. El principio monárquico "consiste en el cambio de ordenación del poder político, manteniéndose intactas las formas constitucionales". Mucho nos tememos que la apelación a desarrollar la adicional primera pueda entrañar consecuencias semejantes. En 1972 fue Jellinek el autor en que se inspiró para adjudicar al Rey la potestad suprema. En 1998 vuelve a ser Jellinek el que parece amparar con sus "fragmentos de Estado" la descripción de la realidad plurinacional española. Herrero reclama una convención constitucional, un pacto de Estado que sin modificar la letra de la Constitución desarrolle su "espíritu". Ahora bien, el reconocimiento de la soberanía primitiva e inderogable de los territorios forales, la elevación a categoría constitucional de un mito, acarrea un cambio radical de todo el texto; una transformación no sólo del título sobre la organización territorial del Estado, sino también de todo lo referente a la unidad política y la definición nacional española de la soberanía. Entraña, de manera implícita, un fortalecimiento de la corona, a expensas de la representación popular. ¿Cómo mantener unidos a fragmentos de Estado, a cuerpos políticos que son "copropietarios" del Estado, si no es a través de la capacidad arbitral del poder moderador? Entraña, con toda probabilidad, la destrucción de la Constitución.

En el centenario del desastre de 1898 ha habido quien ha mirado hacia atrás para certificarse de lo que España había conseguido desde entonces, en términos de modernidad política y económica, de convivencia civil. En una cosa, sin embargo, seguimos casi igual. En la propensión a soñar arbitrios, remedios taumatúrgicos contra los males de la patria; remedios constitucionales que, de una vez para siempre, tratan de integrar a unos nacionalismos de la periferia española que nacieron precisamente entonces. Federalistas, secesionistas, autodeterministas de varia índole, historicistas verdaderos o fingidos se expresan como si el derecho dependiera de la relación de fuerzas o de conveniencias momentáneas, como si España, o cualquier otra nación, pudiera darse el lujo de vivir en perpetuo proceso constituyente. ¿Será poco imaginativo el recordar aquella frase de Ortega sobre los particularismos que no pueden remediarse, que hay necesariamente que conllevar -decimos nosotros- "en el marco de la Constitución"?

Javier Varela es profesor de Historia del Pensamiento Político de la UNED.

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