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Tribuna
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Caídos en desgracia

Iniciaron su mandato como si procedieran de la peor tradición de la derecha española, la que considera que los derrotados carecen de derecho a la existencia política; la que tiene a la oposición como una forma de patología que es preciso extirpar. Numerosos funcionarios y cargos públicos que habían prestado servicios al Estado con gobiernos socialistas lo comprobaron en sus carnes: expulsados de los despachos, si no a la calle, a los pasillos; reducidos a una especie de vida vegetal con sus mesas vacías de papeles, por ver si en un brote de amor propio tomaban ellos mismos la decisión de dejar el campo libre. Aquel intento de someter con una agresión continua a quienes se consideraba no adictos impregnó de un color gris plomizo la alborada de la nueva era prometida.Junto a la estrategia de liquidación de adversarios, el Gobierno popular se mostró muy hábil en la ocupación de todos los resortes de mando que una larga tradición de Estado clientelar, reforzada por los socialistas, pone a disposición de los gobernantes de turno. Un masivo cambio de manos sacudió a todas las esferas de poder, desde las modestas subdirecciones generales de los ministerios a las pingües presidencias de las grandes empresas públicas, pasando por televisiones, emisoras de radio, museos, hospitales, cajas de ahorro y tantas otras bagatelas como arrastra en su estela el ancho navío del presupuesto público. Era la mejor manera de mostrar que, además de tomar venganza con el adversario, a los adictos se les garantizaba un prometedor futuro.

La única duda que quedó por resolver era si aquel alarde de agresividad y malos modos se debía sencillamente a que por fin la derecha mostraba su verdadera faz o a que lo consideraba la mejor estrategia para alcanzar la ansiada mayoría. Cascos hostigando al adversario o extirpando los conatos de disidencia, Rodríguez liderando ofensivas mediáticas y López-Amor convirtiendo los noticieros en lo más cercano a los partes ministeriales que hayamos presenciado nunca, igual podían ser la expresión de una manera de hacer política que las maniobras de una fiel infantería con la misión de dejar el campo listo para los pulcros reconstructores. Sólo el tiempo podía despejar la incógnita.

Y el tiempo ha llegado ya de comprobar que el agrio clima extendido al inicio de la legislatura era parte de una estrategia destinada a provocar un respiro de alivio cuando, una vez el territorio conquistado y con el adversario en plena desbandada, se procediera a repartir en lugar de hostias, sonrisas. Erraron quienes juzgaron la caída de Rodríguez como un mero lavado de cara. Cierto, lavado hubo y hasta afeitado: cada vez que se enciende la televisión y aparece el portavoz, un aroma de agua de lavanda invade todos los hogares de España. Pero con ese olor ha cambiado la táctica del juego; todo son ahora educadas maneras al servicio de otra política para la que ha sido preciso sacrificar a los rompehuesos del primer tiempo.

Es admirable la santa resignación con la que aceptan los depurados su caída. No se vea en esto ningún signo de virtud sino la habilidad que el presidente del partido ha adquirido en la tarea de limpiar sin agraviar. Ya pasó con los veteranos de UCD cuando recibieron, tras su desembarco en el PP, el agradecimiento por los servicios prestados en forma de presidencia de alguna empresa pública. Ahora pasa con estos esforzados luchadores que engrosan las filas de un partido con un plantel de veteranos satisfechos por el estatus adquirido, y por las presidencias ocupadas, y que ofrece a jóvenes ambiciosos amplio campo que labrar, grandes expectativas que colmar. Con el viento de la economía soplando todavía de popa, los impuestos a la baja, los sindicatos en calma y el País Vasco sin bombas, su próximo congreso será la celebración adelantada de esa mayoría hasta ahora esquiva que los caídos en desgracia saludarán con manifestaciones de lealtad y media sonrisa en los labios.

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