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Tribuna
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Genocidio e inmunidad

Ningún país que -como España e Inglaterra- haya firmado y ratificado la Convención de 1948 sobre Prevención y Punición del Crimen de Genocidio puede admitir la inmunidad diplomática de un jefe de Estado -en activo o no- frente a esta clase de delito. Esto es así, no sólo por lógica y por la elemental vocación de ser aplicadas que ha de suponerse a toda norma jurídica, y muy especialmente a ésta, que surgió bajo el impacto inmediato del genocidio perpetrado por los nazis con su jefe de Estado a la cabeza, sino, además, porque el artículo 4 de la propia Convención prevé expresamente que las personas que cometan genocidio, conspiración, incitación, complicidad o intento de genocidio serán penadas, tanto si son gobernantes constitucionales como funcionarios públicos o simples particulares.Esta conclusión es tan indiscutible que no ha habido el menor reparo o inconveniente por parte de ningún país en incluirla en el Estatuto del Tribunal Penal Internacional, aprobado el pasado 17 de julio y abierto todavía a la firma. Este documento fundacional, que prevé la jurisdicción de este tribunal para el genocidio, los crímenes contra la humanidad, los de guerra y agresión, no puede ser más contundente al respecto: su artículo 27 establece, en efecto, que el Estatuto será aplicable a cualquier persona, sin posible distinción basada en su capacidad oficial y, en particular, en la de jefe de Estado o de Gobierno, miembro del Gobierno o Parlamento, cargo electo o gubernamental. Pero, además, para que no quede la menor duda, ese mismo artículo mantiene que las inmunidades o normas procesales de derecho nacional o internacional vinculadas a la capacidad oficial de una persona, no impedirán el ejercicio de la jurisdicción del Tribunal sobre ella.

La cuestión no es -ni ha sido desde la vigencia de la Convención sobre Genocidio-, por tanto, si un jefe o ex jefe de Estado es inmune frente a la persecución penal o arresto por delitos de genocidio, sino si existen indicios suficientes sobre su comisión y, en tal caso, quién tiene jurisdicción para juzgarlo. En cuanto a los indicios, hay que tener en cuenta que no se trata sólo de si existen pruebas de la existencia de un genocidio y de la intervención en él de un jefe de Estado, sino también de si el exterminio indiciariamente probado puede ser calificado como genocidio conforme a los derechos internacional o nacionales implicados. Sólo, pues, si hay fundamento para mantener que los delitos cometidos por un jefe de Estado coinciden con la definición jurídica de genocidio puede y debe un magistrado apoyarse en la legislación que excluye toda inmunidad frente a esta clase de delitos para proceder contra él.

La Convención y, en consecuencia, las leyes nacionales de los países signatarios, así como el reciente Estatuto del Tribunal Penal Internacional, exigen para que haya genocidio que las acciones hayan sido realizadas con la intención de destruir total o parcialmente un grupo nacional, étnico, racial o religioso. En el proceso de elaboración del texto de la Convención, el punto principal de conflicto fue la inicial inclusión expresa de los grupos políticos como objeto de las conductas genocidas. En efecto, la primera resolución al respecto de la Asamblea General de la ONU en su 55ª sesión (1947) incluyó en la definición de genocidio el realizado por causas políticas. Esto motivó la oposición especialmente activa por parte de la Unión Soviética y de muchos países latinoamericanos en el seno del Comité encargado de redactar la Propuesta de Convención, que finalmente fue presentada para su aprobación sin la referencia a los grupos políticos. Pese a lo que se estaba viendo en el Tribunal de Nüremberg, muchos quisieron nadar, pero también guardar su ropa.

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Las críticas desde entonces han sido aluvión. Pero, junto a ellas, la realidad, sobre todo, ha ido imponiendo una forma distinta de interpretar la Convención. Los exterminios de grupos de personas por razones políticas han sido tan evidentes y atroces, que cada vez ha sido más injustificable mantener que no caben en la definición jurídica del genocidio porque no coinciden con ninguno de los grupos aludidos en el texto de la Convención. El problema jurídico desde entonces ha sido, por tanto, fundamentar que e1 exterminio sistemático de grupos de personas por causas políticas es, también, genocidio de un grupo nacional.

El ejemplo más contundente hasta ahora de que esta interpretación es ya una realidad y no una mera pretensión fue el reconocimiento internacional -y muy especialmente por parte de Estados Unidos de América en el año 1994- de que el exterminio llevado a cabo por una parte de los Jemeres Rojos en Camboya (Kampuchea Domocrática) entre el 17 de abril de 1975 y el 7 de enero de 1979 fue real y jurídicamente un genocidio de grupos nacionales. Este caso es muy significativo, porque nunca nadie ha discutido que se trató de un exterminio por razones políticas, ya que llegó a afectar no sólo al propio grupo Jemer de los aniquiladores, sino también a los propios jemeres rojos ideológicamente discrepante del grupo dirigente. Está ampliamente reconocido, en efecto, que los primeros grupos ejecutados fueron los cuerpos de policía, militares del ejército derrotado y altos funcionarios de los dos regímenes anteriores, en ocasiones junto a sus familias. Después, siguieron las minorías étnicas y, acto seguido, en el contexto de la pretensión ideológica de desaparición de las clases capitalistas, todos aquellos camboyanos que fueron considerados por los dirigentes de los Jemeres Rojos bajo el mando de Pol Pot como sospechosos de actitudes individualistas o favorables a la propiedad privada. Las masacres afectaron, entonces, a los propios cuadros de los Jemeres Rojos y campesinos jemer. Todo ello, sin contar miles de ejecuciones individuales, torturas y deportaciones.

El Congreso de Estados Unidos de América aprobó en 1994 el denominado Cambodian Genocide Justice Act, cuyo objetivo explícito fue apoyar la política de Estados Unidos para poner a disposición de los tribunales a los responsables de esos crímenes. A estos efectos, se creó en el Departamento de Estado una Oficina para la Investigación del Genocidio Camboyano, con el fin de investigar los crímenes y obtener las pruebas, así como impulsar la creación de un tribunal penal internacional ad hoc. Incomprensible y lamentablemente, la muerte poco después del jefe del Estado y de la facción genocida de los Jemeres Rojos, cuando se estaba intentando su extradición a Estados Unidos, hizo decaer el interés por el enjuiciamiento de los demás exterminadores, pero, no obstante, el Acta es un precedente extraordinariamente importante desde el punto de vista del derecho penal internacional, por cuanto significa el reconocimiento de que en el genocidio de grupos nacionales está incluido el de grupos políticos.

En otras ocasiones, la persecución política que deviene masacre ha tenido, además, motivaciones religiosas profundas. Es difícil ignorar esto cuando, por ejemplo, los más desbocados líderes políticos y militares durante las dictaduras argentina y chilena pretendían justificar sus acciones contra los llamados subversivos como parte de la guerra contra los enemigos de la ideología occidental y cristiana, erigiéndose, por cierto, en defensores de esos valores a costa, incluso, de la vida de muchos que, a diferencia de ellos, los sentían y vivían con honestidad. Las sustracciones de los hijos recién nacidos de tales personas -documentadas y probadas en resoluciones judiciales españolas y argentinas ampliamente conocidas-, para que no crecieran en la ideología atea, sino en la occidental y cristiana, como si ésta pudiera amparar, por cierto, estos crímenes odiosos, son el reverso de las también conocidas y hasta ahora no perseguidas sustracciones masivas de niños tibetanos para evitar su formación budista, llevadas a cabo por los invasores chinos. Hace tiempo que está consolidada la idea en derecho penal internacional de que los términos religión o creencia comprenden tanto las convicciones teístas como las no teístas y ateas. En consecuencia, parece claro que el exterminio de grupos de personas por su común ateísmo o, si se prefiere, por su compartida no pertenencia al grupo de los que profesan la ideología occidental y cristiana, es una conducta realizada con la intención de destruir en todo o en parte un grupo religioso, tal y como prevé la Convención.

Es acertada, pues, la consideración de los masivos homicidios, asesinatos y desplazamientos forzosos de niños por causas políticas y religiosas acaecidos en Argentina, Chile y en otros países, como genocidio realizado con la intención de destruir en todo o en parte un grupo nacional o religioso. Frente a estos delitos, no sólo no cabe legalmente oponer inmunidad alguna, sino que, además, ante la inexistencia de un tribunal penal internacional y de persecución en el país en el que fueron cometidos, pueden ser enjuiciados en cualquiera que reclame la jurisdicción, de acuerdo con el principio internacional de protección universal. Este principio vincula a toda la comunidad internacional, y es directamente aplicable a los casos de genocidio, pese a que el artículo 6 de la Convención prevé la jurisdicción de un tribunal internacional, precisamente para evitar la impunidad que existiría en caso contrario, según acuerdo unánime de los mejores expertos y tratadistas de derecho penal internacional. Además, en el caso de España, ni siquiera es necesario recurrir a este principio de derecho internacional para fundamentar la jurisdicción de nuestros tribunales sobre estos hechos, ya que tanto la antigua Ley Orgánica del Poder Judicial, vigente hasta el año 1985, como la actual, en vigor desde entonces, reconocen jurisdicción a los tribunales españoles para el enjuiciamiento del delito de genocidio cometido fuera de nuestro territorio de soberanía.

El problema no es, pues, jurídico, sino político, porque son las autoridades políticas españolas y las del país en el que se encuentre detenido el jefe de Estado genocida las que en última instancia pueden pedir y conceder, respectivamente, la extradición. Los magistrados españoles deben solicitarla cuanto antes, mientras tengan al genocida a su alcance. La pretendida inmunidad de los jefes de Estado no es más que una cortina de humo interpuesta en apoyo de quienes tienen la responsabilidad política de decidir.

José Manuel Gómez Benítez es catedrático de Derecho Penal de la Universidad Carlos III de Madrid.

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