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El comienzo de la transición marroquí

La manida frase de "España y Marruecos están condenados a entenderse" explica por sí sola las contradicciones que caracterizan esa relación y nos da la pista de hacia dónde tenemos que trabajar para mejorarla. Dicha frase constata una realidad incuestionable, los lazos históricos y la importancia geopolítica y diplomática que representamos los unos para los otros, y desde luego España no ha dejado de repetir desde los años ochenta que Marruecos es uno de los ejes prioritarios de su política exterior. Pero también mezcla voluntarismo con fatalismo y acaba definiendo el lazo entre España y Marruecos como una "condena". Yo creo que en la psicología de esta frase late la dualidad que caracteriza nuestra aproximación hacia el vecino del Sur: de un lado, la maduración de las políticas oficiales y la línea ascendente en el positivo estrechamiento de relaciones entre las partes fruto del realismo político; de otro, el arraigo de percepciones sociales negativas que existen en el imaginario cultural de nuestra sociedad. Las primeras evolucionan con más facilidad y, de hecho, han sido cada vez más pacificadoras y dialogantes. Las segundas se enquistan en la base de la sociedad y extirpar sus prejuicios y fantasmas es una ardua tarea que exige invertir en el ingrato esfuerzo del largo plazo. La imagen de Marruecos en España no arroja un balance positivo y más bien muestra alejamiento cultural, como indican las encuestas realizadas. Las causas de esta situación nos parecen sobre todo el resultado de la confluencia de dos factores: uno, el geopolítico; otro, el resultado de la interiorización de que existe un conflicto de civilización con el mundo árabe y musulmán, al que pertenece Marruecos.

La geopolítica ha acumulado una memoria histórica que incide en el conflicto y el antagonismo entre ambas partes, jalonada por la contraposición entre el cristiano y el moro que dominará el horizonte de la vida española desde la toma de Granada, la psicosis de la amenaza turca en el Mediterráneo, los ataques de los corsarios del norte de África y la beligerante relación con Marruecos desde el siglo XIX, con la campaña de O"Donnell, la guerra del Rif y el "retorno del moro" en la guerra civil de la mano del general Franco. Unido a esto, la política exterior española hasta los años ochenta, y particularmente hasta nuestra entrada en la entonces todavía CEE, se basó en la errónea comprensión de que las divergencias entre los vecinos norteafricanos, particularmente Marruecos y Argelia, favorecerían a España y su presencia en el Sáhara occidental o protegerían a Ceuta y Melilla de las reivindicaciones marroquíes. Ello llevó a España a impulsar unas relaciones que querían explotar las desavenencias norteafricanas, lo cual generó, en respuesta, que dichas relaciones estuvieran presididas por la instrumentalización y los conflictos (apoyo argelino al movimiento independentista canario, bloqueo en el acuerdo pesquero con Marruecos, radicalización sobre las reivindicaciones sobre Ceuta y Melilla, conflicto del gas con Argelia...). Aunque, sin duda, desde mediados de los ochenta, la diplomacia española ha consolidado una política global magrebí, redoblada por la activa dimensión mediterránea de su política exterior a favor del partenariado y el codesarrollo, que ha corregido los defectos de la situación anterior, todos aquellos conflictos siguieron alimentando de imágenes negativas la percepción que el español tiene de su frontera meridional.

Esas percepciones acumuladas dificultan la tarea de nuestros gobernantes a la hora de afrontar la reacción social radical que se expresa (y se instrumentaliza por políticos y grupos sociales) en nuestra sociedad cuando hay que negociar cuestiones que siendo objeto del conflicto de intereses entre España y Marruecos (agricultura, pesca...) se interpretan como agresiones y amenazas. Asimismo, con frecuencia, en la búsqueda de un marco interpretativo en el que situar los acontecimientos, interviene no sólo la naturaleza sociopolítica del hecho en sí, sino también explicaciones centradas en establecer una supuesta diferencia cultural islámica incompatible con el progreso global.

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Quizás a ello se deba la frialdad, e incluso escaso interés, que la sociedad civil española ha dedicado a la actual reforma política de Marruecos, que viene a romper el imaginario enraizado en nuestro país del régimen feudal marroquí. No es que el régimen marroquí no haya acumulado méritos en ese sentido por los abusos y lo arbitrario del poder durante décadas, pero ello no debe bloquearnos para valorar un proceso de apertura política en ciernes con importantes índices de cambio y liberalización que ha desembocado en un gobierno de alternancia donde no son pocos los ministros que cuentan con una consolidada relación amistosa con España y un deseo de estrechar buenas relaciones con nuestro país. Tanto los riesgos crecientes de desestabilización interna (por la crisis económica, la crispación social, el bloqueo político del sistema...) como la necesidad del soberano marroquí de garantizar a su sucesor una transición tranquila y consolidada del poder, y la aspiración marroquí a reforzar sus relaciones bilaterales con la Unión Europea, además de extraer las lecciones de la experiencia argelina vecina, acabaron por abrir la senda de la alternancia en Marruecos.

Los imperativos del consenso entre lo "antiguo" y lo "nuevo", es decir, entre el Majzen (concepto que engloba a la casa real y al aparato del Estado) y la oposición (los partidos de izquierda y el Istiqlal), han exigido que la alternancia fuese más el símbolo del acuerdo y la reconciliación entre el Trono y la oposición, y manifiesto deseo del primero, que una victoria clara de las urnas. (El diseño electoral de las legislativas de finales de 1997 reflejó un gran equilibrio entre los tres grandes bloques de partidos: el de la oposición y los tradicionalmente gubernamentales, repartidos entre el centro y la derecha). La siempre compleja alquimia de la reforma política ha impuesto en Marruecos la necesidad de realizar primero la alternancia "desde arriba" para poder preparar la transición a la alternancia "desde abajo". En esa segunda parte se encuentra el punto de inflexión que permitirá a Marruecos atravesar el umbral de la liberalización a la democratización.

Así, en febrero de 1998, el rey encargó por primera vez en la historia del país al líder de los socialistas marroquíes, Abderrahmán Yusufi, formar gobierno por ser el partido con más diputados en la Cámara baja, y, no sin dificultades, éste constituía en marzo de 1998 un gobierno de alternancia consensuada aceptando cuatro ministerios que derivaron de la decisión del Trono: Exteriores, Interior, Justicia y Asuntos Religiosos.

Otro de los signos del cambio ha sido la integración en el nuevo proceso político del movimiento islamista, permitiendo su participación en las elecciones legislativas y su llegada por primera vez al Parlamento (con nueve diputados). El grupo Reforma y Unidad (Al-Islah wa-l-Tawhid) liderado por Abdelillah Benkiran lograba así el que ha sido su objetivo prioritario en los últimos años: pasar al espacio político. El reconocimiento indirecto del islamismo permitiéndole "domiciliarse" en un partido legal, el Movimiento Popular Constitucional Democrático (MPCD), un partido existente desde 1967 y liderado por un nacionalista histórico, incondicional de Palacio y vinculado muchos años a actividades en el mundo islámico, Abdelkrim Jatib, ha permitido al poder marroquí soslayar la imposibilidad de reconocer legalmente capacidad política a los islamistas. A la vez, abría un cierto nivel de participación a una nueva élite política con gran base social y contribuía a aislar y dividir (al aumentar en su seno la tendencia partidaria de participar en el orden político establecido) al movimiento islamista Al-Adil wa-l-Ihsan (Justicia y Caridad) que lidera Abdel Salam Yassin, el cual mantiene una radical animadversión contra el régimen. No obstante, sería muy optimista pensar que el dossier islamista está ya encauzado en el país. Su entrada en dosis homeopáticas en el Parlamento es positivo y descarga la tensión, pero no resuelve los problemas derivados de la no integración aún de buena parte del movimiento y, por tanto, de su capacidad de movilización como fuerza extraparlamentaria.

Sin duda, por este motivo y porque las poderosas resistencias internas del viejo Estado serán aún múltiples, la tarea del nuevo gobierno no se va a desarrollar sin grandes dificultades. Asimismo, el gobierno actual basa buena parte de su credibilidad futura ante la población en su capacidad para obtener resultados en su gestión del difícil dossier social y económico, tarea sustancial para la que ha llegado al poder. No obstante, en un país donde la oposición no gobernaba en cooperación con el Trono desde 1960, el proceso actual tiene un gran alcance político y simbólico, así como ofrece la posibilidad de comenzar a modificar las relaciones y las mentalidades en el sistema político marroquí para afrontar los desafíos de la democracia. Es el importante comienzo de una transición más de treinta años esperada.

Gema Martín Muñoz es profesora de Sociología del Mundo Árabe e Islámico de la Universidad Autónoma de Madrid.

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