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No hay futuro en la justicia corporativa

Las últimas encuestas reflejan una seria desconfianza de los ciudadanos en la justicia. Se refieren muy críticamente al significado de la justicia en tanto que poder (en particular se agravan las dudas sobre la vigencia real de la independencia e imparcialidad de los jueces) y como servicio o administración. Ya es sabido que en democracia no hay institución que pueda sostenerse, a los efectos de cumplir con su papel de un modo relevante, con esa persistente y porcentualmente grave pérdida de credibilidad ciudadana. Por ello, no tiene sentido el discurso de la parte conservadora de la justicia según el cual el problema vendría a ser que los ciudadanos están equivocados por la acción conjunta de su propia incapacidad para entender esto de la justicia y los manejos de una especie de demiurgo político-mediático cuya finalidad última sería desmontar, no se sabe con qué fines, esta instancia de pacificación y racionalización de los conflictos.La posición conservadora se mimetiza con un entorno, el de la praxis política, administrativa y judicial relativa a la justicia, caracterizado por un fortísimo déficit en la identificación de las zonas de responsabilidad (quién es responsable de que una actividad dada funcione mal) y en el análisis de los problemas considerados en sí mismos y en su interrelación (qué funciona mal, por qué es así y cuáles son las consecuencias). No hay interés en dejar claros tales extremos, con lo que la oferta de soluciones es virtualmente imposible. Así es que tenemos un enorme espectro de queja ciudadana, a la que se responde -como acaba de hacer el presidente del Gobierno en el debate sobre el estado de la nación- con alusiones vagas a la necesidad de más medios (¿para conseguir hacer peor más cosas?) y reformas que nunca llegan o llegan mal, como la del enjuiciamiento civil, cuyos rasgos básicos desesperan cualquier voluntad de mejora. Me gustaría hacer alguna reflexión respecto de esos temas.

Es probable que el descontento relativo al uso que los jueces hacemos de los valores que configuran el poder jurisdiccional (independencia e imparcialidad) tenga que ver con el componente corporativo de la justicia que esa parte conservadora tiene a gala transmitir continuamente. Cuando los ciudadanos son sometidos a un significado de la independencia judicial que la convierte en un valor final, propiedad de los jueces y destinado a la bunkerización de éstos, en vez de valor instrumental para la tutela de los derechos y libertades, es inevitable que entiendan, y harán bien, que lo judicial (la justicia en su traslación simbólica) nada tiene que ver con ellos y que repliquen en consecuencia, extrañando cualquier complicidad con una institución que les resulta ajena. Junto a ello se traslada, también de continuo, una radical demonización de lo político, demonización que es presupuesto de existencia del corporativismo, al que dota de cierta identidad, y factor estratégico capital para tratar de justificar la deseada apropiación del órgano de gobierno de los jueces. Así, los conservadores están continuamente sugiriendo, a veces diciéndolo explícitamente, que el Consejo del Poder Judicial está politizado de origen, con lo que sus vocales no son independientes. La dependencia política se traslada, siempre según esa clave antipolítica, a los nombramientos que hace el Consejo, con lo cual los designados por este órgano (por ejemplo, los magistrados del Tribunal Supremo) adquieren derivadamente esa dependencia. El razonamiento resulta bárbaro y, sobre todo, falso, pero es asumido y reduplicado en bastantes medios y cenáculos, con lo que no sé a quién puede extrañar la deslegitimación agregada que traducen las encuestas: si los propios jueces dicen que la cúpula judicial no es independiente e imparcial, ¿qué va a pensar el ciudadano? Pero el mensaje corporativo-judicial no es inocente. Por el contrario, forma parte del muy político objetivo neoliberal de desgaste de estructuras esenciales del poder público; es decir, de las instancias que pueden realizar o inducir un control racional y democrático del mercado, y conseguir o al menos fomentar igualdades esenciales, sin las que no hay libertades posibles. Ese preciso significado del modelo conservador de la justicia permite explicar por qué se fomentan discursos sin fortaleza conceptual alguna -que hasta quieren pasar por progresistas en ocasiones- y, frente a interpretaciones más blandas, por qué se tolera la existencia de jueces (pocos, por fortuna) con reiterados comportamientos y decisiones de más que dudosa constitucionalidad. Bienvenido todo el que contribuya al objetivo del único pensamiento.

Con lo ya dicho, no resulta extraño que la quiebra alcance al segundo de los significados antes aludidos, la justicia como servicio. Perdonen el pesimismo, pero mientras las cosas de la justicia estén en manos corporativas, el horizonte cotidiano de objetivos coincidirá con el interés de los miembros de la corporación, no con el de los ciudadanos. Con tal premisa, no discutible salvo en términos de despotismo más o menos ilustrado, es totalmente imposible que los corporativos comprendan el sentido y alcance mínimos de lo que quiere cualquier ciudadano que en un momento dado demanda la actuación del servicio público de la justicia. Porque no tienen siquiera la posibilidad / necesidad de aproximarse al concepto servicio público, sobre el que se tiene que montar la oferta pública de calidad (medida en términos de respeto a los derechos fundamentales en el proceso) y eficacia (aquí, la finalidad es acabar con las dilaciones de los pleitos) que precisa un país como éste. Transcurrido más de medio año, ¿qué ha pasado con las razonables propuestas del Libro Blanco? Hablando de la justicia como servicio, me permito indicar finalmente que el mal funcionamiento constituye un elemento deslegitimador decisivo, que tiene su precisa traducción en las encuestas. Pues ¿qué se espera que responda un ciudadano consciente -por experiencia directa o relatada- de la extrema ineficacia de esta administración cuando es preguntado?

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La parte de responsabilidad de unas instituciones y otras, y de los que poseen el poder en cada caso, es muy distinta. Al Consejo del Poder Judicial le corresponde el gobierno de los jueces; responderá de la calidad del subsistema judicial, de la selección, formación, disciplina y productividad de los jueces. Su actual composición no lo está haciendo mal. Fue capaz de elaborar el llamado Libro Blanco de la justicia y está

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inmerso en varias y acertadas tareas propias de sus competencias. Pero quien tiene la mayor parte de poder es el Ejecutivo -aquí habría que precisar que algunas comunidades autónomas tienen transferencias en justicia-, porque controla los capítulos relativos al resto del personal y a la infraestructura y medios de la Administración, y dispone de iniciativa legislativa, del apoyo parlamentario para hacer leyes y, no lo olvidemos, de la capacidad presupuestaria natural. Es decir, todas o las fundamentales cartas de la baraja. Sirva ello a los efectos de señalar quién debe responsabilizarse y en qué grado del mal funcionamiento de la justicia. Ni al nivel de las necesarias reformas de las leyes procesales, ni al del análisis de problemas, ni al de la pura gestión de los medios, el área de justicia del Gobierno ha estado a la altura del país. Y tanto el repaso puntual y objetivo de lo (no) realizado en los últimos años como la insistente opinión de los ciudadanos lo reflejan.

Con muchas otras consecuencias, los tiempos nos traen, también en el mundo de la justicia, la tensión entre los valores del pensamiento -y de la acción- único y los de todos los que piensan que hay motivos y posibilidades suficientes para la solidaridad. Pero, en punto a las posibilidades, los progresistas hemos de tener en cuenta que sólo existirán si se dispone de un poder público fuerte, eficaz y democráticamente sano.

José Antonio Alonso es magistrado y portavoz de Jueces para la Democracia.

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