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Tribuna
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El alaciar de Justo Alejo

En nota prologal a uno de sus libros, Alaciar (1965), el poeta zamorano Justo Alejo aclara que ese término que le sirve de título mantiene su vigencia en una zona geográfica que se extiende a lo largo de la Raya de Portugal, «desde Sanabria a Ciudad Rodrigo y aun quizá a tierras cacereñas, pasando por Aliste, Sayago... y adentrándose en la Maragatería». Si un ave golpetea sus alas contra sí o contra aquello que las aprisiona, dícese por allí que está «estartalaciando». Y, desde ese decir medio onomatopéyico, añade Justo Alejo que «alaciar» es el signo que se hace con la mano a alguien que anda muy lejos o al que, por algún otro motivo, no podemos llegar con la voz.Saludo gestual, en suma, que Justo Alejo así lo ofrece, en abanico transparente de posibilidades certeras: «Aquí podemos tomar pie para una referencia a algún aspecto primitivo o de balbuceo; cierta señal con que el que escribe pretende decirnos su manquedad, embarazo para declararse o cierta imposibilidad de expresar claramente. Acaso se refiera a esa inefabilidad de lo poético pretendida por algunos; a su fugitiva esquivez; a ese relámpago entrevisto en la inmensidad oceánica de su soberanía nocturna. Quizá con más certeza ese punto de insalvable inseguridad en que cae y a la que tantas veces se vincula lo escrito». Y emociona que ese tanteo definitorio arroje tantas claves sobre la poética vital de este autor: lo primitivo, el balbuceo, la manquedad, el embarazo, lo inexpresable a las claras, la fugitiva esquivez, el relámpago en mitad de la noche («¡Cómo relampampucia!»; de niño, mucho lo oí decir por los Arribes del Duero), la inseguridad insalvable y, al término, la caída mortal, con sangre escrita.

Me fijo en una página de las más de mil que ocupa la Poesía de Justo Alejo, editada por Antonio Piedra y publicada, en dos volúmenes, por la Fundación Jorge Guillén de Valladolid. Para que algún lector busque y se asome a lo que no se pregona. Que en ello encontrará, junto a un vaso y un cenicero, en siete líneas de variada tipografía, lo que aquí se da a ver chato y normalizado: «Lo bonito es poca cosa: algo así como la amigable soledad de tomarse un café solo». O este cantar de época: «El periódico no leo. / No lo leo y sé leer. / Que las cosas que yo quiero / no vienen en el papel. / El periódico no leo». O este soneto, Desojarse, que ojalá salga tal cual es, para rubor harto improbable de esos blandos epígonos de ahora, que ni siquiera se saben tales, y de sus ignorantes exégetas: «Me ves en el ANDÉN y yo te veO, / te digo ADIÓS; me dices de SOSlayo: / me voy con ÉL, ASÍ, SIN MÁS. Un rayo / parte el MOMENTO EN DOS y digo: creO. // Cómo estabas de hermosa, qué recreO / de verte así, florida como un Mayo, / donde prado A LOS OJOS, dulce y gayo, / en este BIES DE TRASHUMANTE y reO // que dice mucho ADIÓS porque los AÑOS / van dejándonos luces sin reteles / en Lo Alto de Aquestos Cenitales // Promontorios que cursan los rebAÑOS / de Los Siete Pecados Capiteles. / Un ciEGO canta y llOra: «¡LOS IGUALES!» (Y abajo, a pie de página, esta nota: «Los Igual-es»).

Hay más. Pintadas callejeras, con sus faltas de ortografía, como aquélla de Pedro Rojas, ensalzada por César Vallejo, escrita antes y después de morir por la República: «¡Viban los compañeros!». Con b de buitre, entonces. Y después, en las manos de Justo Alejo, figurándose ser más vida: «Siento deseos de escribirla con B / para que exprese BUENO; para que tenga panza, / dos tetas y dos puños». Hay poesía evidente y secreta, blancos y versales, juegos de palabras y de algo más que palabras, ensimismamiento y protesta, pesadillas y ensueños. Ganas, tal vez, de imaginarse una humanidad futura, en coincidencia con Charles Nodier, poseedora de grandes alas. Y poco importa el tono naïf de muchos pasajes, las influencias no siempre asimiladas, algunas ocurrencias que rechinan o lo inacabado de diversos impulsos. Por otros cauces fluye y se remonta este singular poeta, que supo permanecer inmaduro y extraño, nunca intercambiable, desde el principio hasta el final.

Natural de Formariz de Sayago (Zamora), Justo Alejo vino al mundo, según afirma ahora el editor de su Poesía, en 1935, un año antes de lo que él siempre dijo. Quería que su venida coincidiese con la guerra civil española, como Aníbal Núñez con el espanto de Hiroshima, prolongando acaso los dos aquel romanticismo moral que sólo concebía la grandeza a partir de un gran dolor.

Tuvo Justo Alejo escasos lectores, sí un puñado de buenos amigos (entre otros, los dueños de la librería vallisoletana Relieve, Francisco Pino, Blas Pajarero, Claudio Rodríguez, Félix Cuadrado Lomas, Santiago Amón, Mario Hernández y Gonzalo Armero), algún turbio enemigo (le acusó de espionaje desde las páginas de El Norte de Castilla), así como el intenso presentimiento de su manera de decir adiós: «Será un corto aletazo, / un soplo o un bramido, / una pluma de cisne, / un trueno asolador. / Todo se habrá acabado». (Ante mi misma muerte, 1958). Así fue. El 11 de enero de 1979, en Madrid, el brigada Justo Alejo, vestido con el uniforme de gala, saltó por una ventana del cuarto piso del Ministerio del Aire. Dio la casualidad de que llegara a verlo, allí, en el suelo, un compañero zamorano que hasta le preguntó: «Paisano, ¿qué haces ahí caído?». A lo que nuestro Ícaro, ya incapaz de alaciar «con derretidas alas», respondió por todo final: «¡Ya ves!».

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