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La patente femenina

De todo lo mucho que se ha escrito y transcrito estas semanas sobre la Viagra, lo más vistoso e interesante fueron las declaraciones de un feísimo doctor en televisión que, en el hermoso lenguaje de los médicos, dijo de los hombres que poseían «una sexualidad escénica». Exactamente. He aquí la clave de toda esta historia. Contra la ocultación plástica del placer femenino o sus grandes posibilidades de falsificación, la honradez de la erección masculina. Contra los secretismos de la interioridad, siempre inextricable, difícil de explorar, remitida a los misterios del eterno femenino, la factualidad de las cosas, la tangibilidad, el efecto conspicuo del deseo.Probablemente, un hombre habría podido encontrar en la inexistencia de la Viagra la manera más obvia de devolver a la mujer tantos amargos momentos de su inexpresividad orgánica, pero, a lo que se ve, el macho es tan ofuscadamente macho -para lo bueno y para lo malo- que hace colas para lograr una pastilla que -sin importar si le pone las cosas de color azul, si le ocasiona mareos o jaquecas, si le abre la úlcera sangrante o le desploma la tensión- venga a reintegrarle un trozo de su identidad genital ante la pareja. Las fenimistas deberían atender el significado de este fenómeno que revela con tan extrema claridad el valor que concede un hombre a ser «un útil activo» en la copulación. Ser capaz de ofrecer activamente algo concreto a la mujer y de cuya ofrenda, a la vez, obtiene él su mejor recompensa. No se trata, efectivamente, de hacer cuentas, pero cuando se constatan estos desequilibrios destaca más la necedad de las simetrías inventadas.

Vale decir también, en medio de esta locura de la Viagra, que mientras las mujeres -especialmente las maduras- encuentran sus puntos de compañía o afirmación en otras mujeres, a los hombres no les sucede otro tanto con su género. Conmueve, por ejemplo, ver ahora, con la Viagra, a tantos hombres cincuentones, sesentones, setentones, buscando sus reconocimientos en la reválida femenina cuando nada parecido se detecta entre las señoras.

Por intuición, por inteligencia, por instinto, por experiencia, las mujeres apañan mejor su vejez entre la grey de sus amigas. Saben comunicarse sus secretos o sus reveses, encuentran mayor placer en sus confidencias y sus conspiraciones, son más perspicaces en lograr complicidad con los hijos. Son, en definitiva, más capaces de envejecer con dignidad y de vivir saludablemente más años.

Contemplar esta efusión en torno a la Viagra ha de parecer a muchas mujeres una manifestación adicional de la repetida ingenuidad en la que han visto debatirse a sus compañeros. La sabiduría de la mujer en estas cuestiones supera efectivamente mucho en hondura a la que un señor alcanza. Ellas saben incomparablemente más de lo que es el placer sexual de un hombre que lo que un hombre llega a saber, en toda su vida, sobre lo que las mujeres sienten. Un orgasmo es explícito en el hombre, todo un mapa; mientras un orgasmo femenino es a menudo implícito, casi una ilusión. El hombre especula con el placer de la mujer, no siempre aprehensible en sus términos, mientras la mujer puede verificar ese gozo, sopesarlo, tomarlo. ¿Cómo no ver ya en ello una situación de dominio que a la fuerza se ha buscado equilibrarlo con formas, a veces criminales, en otros espacios de la relación?

Cabe concluir que, durante estos días, con la desbordante atención dedicada a la Viagra, alguna mujer haya creído ver una virilización de los medios, una falocracia más. Todo lo contrario. La mujer es, al cabo, la protagonista solapada de esta acción del citrato de sildefanil potenciando al óxido nítrico que activará una enzima del metabolismo del guanosin monofosfato cíclico. Un jeroglífico que acaba no siendo tal, ni por su clave ni por su fórmula secreta. O bien, aquí, de nuevo, la única fórmula que importa es aquella que se hace patente ante la reválida de una mujer.

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