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Tribuna
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Mayo del 68: «Esto es una burra»

El sábado 18 de mayo de 1968 fue el día en que Madrid aspiró con más fuerza el convulso, contestatario e ilusionante aire francés. Una bocanada de rebeldía y de oposición al orden establecido, y un juvenil grito para exigir un papel en aquel episodio de la tauromaquia acuñado como cordobesismo. Se celebraba el octavo festejo de un San Isidro que caminaba triunfal: tres salidas a hombros, El Cordobés, Paco Camino y Miguel Márquez; y orejas para Antoñete, Paquirri, Antonio Ordóñez, El Puri, José Fuentes, Chicuelo y Mondeño, que acababa de colgar los hábitos para volver a enfundarse la taleguilla. En el cartel se anunciaban toros de Fermín Bohórquez para Julio Aparicio, Diego Puerta y, por supuesto, Manuel Benítez, El Cordobés.Con aquel lujoso cartel, el sábado amaneció «de fiesta grande» y la tarde requería elegancia en el vestir, alegría en el corazón y espíritu predispuesto para el gozo taurino. En el alma de la afición madrileña no había lugar para los inconvenientes y no produjeron alteración las noticias de que, durante el reconocimiento del ganado, se habían urdido extrañas maniobras que concluyeron con el cambio completo de la ganadería siendo sustituidos los toros anunciados por los que se habían previsto para el día siguiente, divisa de Soledad Escribano Bohórquez. Nadie devolvió su billete.

Miles de personas se agolparon en las puertas del coso cuando empezaban a templar los clarines. Rezumando triunfalismo, comentaban las faenas recién presenciadas y cruzaban apuestas ante lo que presumían que ocurriría aquella tarde cordobesista. Ajeno a todo aquel excitado ambiente rumiaba su venganza un torero de paisano, Miguel Mateo, Miguelín, un algecireño que acababa de proclamarse triunfador de la sevillana Feria de Abril y que hacía tan sólo unos días había revalorizado sus credenciales en el corazón mismo de aquella afición venteña. En su alma y en su espíritu todo giraba en torno al golpe de estado de que había sido objeto durante la mañana en el apartado cuando la dictatorial mano del ídolo del momento le había robado sus cómodos y bonitos toros, a los que había estudiado en el campo con minuciosidad.

El festejo discurría por los cauces imperantes en la feria y, aunque Julio Aparicio no tuvo suerte, Diego Puerta cortó una oreja al quinto lidiando con su temerario estilo. El Cordobés, que no había conseguido enardecer a sus devotos ante su primer enemigo, salió dispuesto a enloquecerlos con aquel toreo suyo desbordante. El sexto de la tarde era un terciado animal de noble embestida y bondadoso tranco cuya estampa no transmitía peligro. Con los caballos cumplió, no causó problemas a los banderilleros y quedó casi domesticado al iniciarse el tercio final. Benítez estaba iniciando su muleteo cuando un murmullo se tornó en algarabía: «¡Se ha tirado un espontáneo!».

Vestía traje oscuro y corbata, y lucía un pañuelo claro en el bolsillo. No portaba muleta ni cualquier otro utensilio. Sólo saltó, corrió hacia el toro y al grito de «¡Esto es una burra..., no hace nada, es inofensiva!» se abrazó al negro animal, que se dejó acariciar, golpear e insultar. Desde un tendido una voz advirtió: «Es el torero Miguelín». Y entonces el titubeo del primer desconcierto estalló en atronadora ovación a favor del rebelde que lleno de torería reclamaba justicia y exigía verdad torera. Tras un garboso y cómplice desplante, se dejó arrestar, sonriente y satisfecho. Camino del calabozo iba el transgresor de unos esquemas celosamente protegidos por el interés mercantilista de quienes decidieron desterrar la verdad del toreo y sustituirla dictatorialmente por un espectáculo de corte circense donde lo único importante era enriquecerse. Sin más.

A pocos kilómetros al oeste de Las Ventas, aquel mismo 18 de mayo del 68, miles de jóvenes madrileños burlaban entre carreras los embistes de las porras policiales al revolucionario grito creado por Raimon y coreado minutos antes en la Facultad de Ciencias Políticas y Económicas de la Complutense: Al vent.

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