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Tribuna
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Celosones, ¡ojalá y les guste!

En el corazón de México y en el mío propio, ¡tatachán!, Aguascalientes. Un lugar, ya les digo, para interiorizar el tiempo entre grito y grito y tambora: «Retozándonos el gusto / con tequila y cantadoras, / no se sienten ni las horas, / que son puro corazón». ¡Sooo! Y, en el mismo lugar, con otro ritmo, esta variante más austera del fenómeno, reproducida en letras rojas sobre un cartelón blanco que han colgado en la fachada del teatro principal: «Mientras el cuerpo aguante, el pasado siempre presente», haciendo casi alarde de que, si algo no rima en tal propósito, es porque aquí no hay modo de distinguir, «corporalmente hablando», el pulso del horario, el presente del pasado. Alta tecnología y romanticismo bohemio. Eficacia y retozo: estampa siempreviva de Guadalupe Posada.Y mira que aquí mismo me he pillado unas gripes salvajes, asociadas ahora a botellones de licor de guayaba y a manuscritos de poetas. Y mira que he sufrido aguaceros de Antiguo Testamento en plena feria de San Marcos. Y mira que nevó el pasado invierno, dejando patitiesos a los árboles. No importa. Lo que importa en Aguascalientes, vayas a Ojocaliente o a Los Arquitos, es aguantar las pruebas del destino, iniciarse con los pesares y acabar en la gloria infernal, sin sentir ya las horas, sin saber si la gripe y la lluvia pasan o dejan de pasar: «¡Antes muertos que rajados!». A los amigos de Aguascalientes -Tere, Otto, Nora, Cleto-, cuando se les anuncia que pensamos ir a tal o cual sitio, les sale esta expresión natural: «¡Ojalá y les guste!». Así, con esa copulativa en el centro: entre el deseo y el placer real, haciendo de ella un puente o un resorte, mientras el padre Willy pide y pide limosna lo mismo en el casino que en el palenque o en el lupanar.

Fuimos a ver las obras de la Plaza de las Artes, que se inaugurará a finales de este mes de mayo con esculturas de Vicente Rojo y de Juan Soriano. Fuimos a ver la remodelación del museo Posada, la exposición de Fonseca Palmas (Imaginería de Posada: cajas, ensambles, vitrinas y relicarios, sutiles y punzantes), así como el taller de estampación (un poema de José Emilio Pacheco para un grabado de Roger von Gunten)... Fuimos a ver, en fin, las numerosas muestras de arte joven, tan fecundamente polémicas, y hasta alguna de arte valenciano. El director del Instituto Cultural de Aguascalientes, Enrique Rodríguez Varela, ha hecho de esta ciudad un hervidero artístico que todo lo contempla («¡Ojalá y les guste!») con tolerancia e interés: pasado, presente y futuro.

Con ese amigo también fuimos la vez pasada, un poco antes de Semana Santa, a presenciar, en un bar-jazz, el combate nocturno, televisado a toda pantalla, entre el maduro Julio César Chávez y el joven Miguel Ángel González. Para abrir boca, consiguieron sentarnos en una mesa ya al completo, caldeada de apuestas y personajes. Uno, padrote o chulo, según quien hable, acusado de un crimen no hace mucho. Otro, ya hace más tiempo, contratista de una gitana, de la dinastía de los Amaya, que de noche cantaba y bailaba y, de día, hacía suculentas paellas. Ella no se quejaba del tute, pero sí del picante en la sopa local: «¡No me den más chile, que un día yo me abraso!». Entre humo y botellas voladoras de cerveza Pacífico, pulsamos el ambiente filosófico: «A Julio César todos lo damos por perdido, pero todos queremos que gane». Y aquello fue un follón, claro está, y más con ese locutor que proclamaba que lo de Chávez era un vals y rocanrol lo de González, metiendo a El Cid por medio con aquello tan nuestro, porno blando, de la sangre, el sudor y las lágrimas.

La cosa, como saben, terminó en vergonzante empate, mientras la muchedumbre, en la pantalla, en el bar-jazz y en plena calle, gritaba, gritaba a toda madre: «¡Rateros! ¡Rateros! ¡Rateros!». A la salida, alguien comenta que es verdad, que se han puesto de moda los empates, que hay bastantes equipos futboleros que se conforman con empatar y ya. Y otro añade: «Ya hay quien dice: "Anoche pelié con mi mujer, pero empatamos", ¡qué onda!».

Para desempatar, para despedirnos rebién de Aguascalientes y de México por una temporada (ojalá y que corta), asistimos a un festival de bolero hidrocálido. Fue una gran noche. A Los Castos, vestidos de luto, les tocaba romper el hielo inexistente; a uno le cabía Jorge Negrete; al otro, nada en concreto: era calvo y gordito; el tercero, pues se trataba de un trío, era clavado a Raimon, aunque con voz de Camilo Sesto. Bordaron Sorbo de agua. Y Los Andariegos, maestros de escuela, se imaginaban ante el público una alcoba con dos viejitos a punto de meterse en la cama; él se volteaba, de pronto, hacia ella, que iba a apagar la luz de la mesilla, para decirle: «Amor, ¡cómo han pasado los años!». Y a ninguno de los dos iba a dolerle la evidencia, al contrario, porque conservan como oro en paño los tres regalos que se hicieron cuando eran novios: el cielo, la luna y el mar.

Y Rosario, con los Johnys y contra el micrófono, se vuelve más veraz que Olga Guillot cantando Orgullo. Y Los Solistas de América arrasan, por mucho que en sus filas mantengan por la jeta a un verdadero agente provocador, que no para de tocarse las narices y de oscilar entre Edy Michel y Mario Lanza. Mas yo sentí debilidad extrema por Los Chachos, de marrón y con muecas de cine mudo, quienes, segundos antes de interpretar Besos de plata, advirtieron al personal: «Celosones, ¡ojalá y les guste!». Así.

Así el final tenía que ser el que allí fue, suyo y nuestro, cantando el himno auténtico de Aguascalientes, Pelea de gallos, que ojalá y cuaje en boca de todos los lectores de estas páginas culturales: «Con las plumas relucientes / y tirando picotazos / quieren hacerse pedazos, / pues traen ganas de pelear / y, en el choque, cae el giro / sobre el suelo, ensangrentado. / ¡Ha ganado el colorado, / que se pone ya a cantar!». Y uno se va sin ganas, ¿me comprenden?, porque puso la fe en un espolón.

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