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«Mantengo la vanidad a raya»

Aparece amable, enrojecido tras el primer atracón de sol en su chalé de Marbella, donde reside por temporadas desde hace 15 años. Pocos ademanes le desvelan como uno de los pianistas y directores de música clásica más celebrados del mundo desde que asombró con siete años a sus paisanos de Buenos Aires. Con 55 años, Daniel Barenboim celebra la semana que viene los 40 años de su debú en España con cuatro recitales de piano. El Teatro de la Maestranza de Sevilla (20.00, día 27), el Auditorio Nacional de Madrid (19.30, días 28 y 30) y el Palau de Valencia (20.00, día 2 de mayo) oirán piezas de Beethoven, Debussy y Liszt, músicos que adora. Convencido de que la afición a la música clásica está languideciendo por la escasa formación musical del públilo y la falta de responsabilidad política en el aspecto educativo, vaticina que el actual escenario de élites y privilegiados de la música clásica se perderá. «El amateur musical, el buen aficionado a la música clásica ya no existe», asegura. Barenboim reconoce pocas manías: detesta a Rachmaninov, le chifla fumar puros y ríe ante la posibilidad de que Castro le obsequie con algunos selectos en su primer recital en Cuba el próximo octubre. Vestido de amarillo informal, se levanta varias veces para contestar el teléfono en uno de los 12 idiomas que maneja con soltura. Uno de sus tres hijos ve dibujos animados. El virtuoso del piano, director de la Sinfónica de Chicago y la Ópera de Berlín, tiene manos pequeñas, de hombre corriente. Y casi la certeza de que la aureola que rodea a la música clásica tiene los días contados. «Es probable quealas estrellas de la música clásica seamos una especie a extinguir, que el prestigio que goza la música culta desde hace 300 años se acabe; ¿qué son tres siglos en la historia de la humanidad?».

¿Las causas de ese vaticinio? La falta de formación musical de la población, el desinterés político en fomentar la enseñanza musical en las escuelas y la actitud que el mercado tome en el futuro ante las paupérrimas ventas de discos de clásica. Barenboim ofrece en el ranking de clásica números por encima de la media: su versión del Tristán e Isolda de Wagner, una caja de cuatro CDs, ha vendido en España 2.000 discos en dos años y medio. Si cualquier grupo primerizo de pop supera eso con creces en autoventa, para la clásica es un éxito. Su compañía discográfica, Teldec, dependiente de la Warner, confirma que hay discos cuya vida no llega a 50 ejemplares. Mención aparte fue su aventura con el tango Mi Buenos Aires querido, junto a Rodolfo Mederos y Héctor Console, del que lleva vendidos 25.000 copias en España. «Eso fue una sorpresa; pero lo lógico es que un mercado regido por las leyes del beneficio económico acabe limitando lo que ve como privilegios», asume. Y Barenboim invita a reflexionar: «Es imposible que el público que va a los conciertos sea tan distinto del que compra discos: yo lleno salas, las entradas no son baratas, el público aplaude... ¿Cómo se venden tan pocos discos? Hay un problema de mala distribución; se distribuye co- mo en los años cincuenta, y el mundo ha cambiado mucho».

Su labor como titular artístico al frente de una de las orquestas más famosas del mundo, la de Chicago, donde sucedió a Georg Solti, le lleva a ejercer una labor pedagógica desde la programación. El artista argentino de origen judío no comparte las tesis de Zubin Metha, quien cree que el futuro de las grandes orquestas descansa en manos privadas. «Las grandes instituciones sinfónicas funcionarán equilibradamente con el apoyo conjunto de Estado y capital privado: así, en Europa deberá aumentarse la aportación privada y en EE UU, la municipal o de los Gobiernos federales», dice. Pero el gran caballo de batalla de Barenboim no es tanto la financiación como la enseñanza musical: «Invertir en educación es una decisión política». «Yo entiendo que un primer ministro no se interese personalmente por la música», añade, «pero es su responsabilidad y deber reconocer la importancia de la cultura para la formación de los pueblos y apoyarla con todas sus fuerzas; si un niño aprende en la escuela un segundo idioma y estudia cosas como geografía, está capacitado para aprender música, que es algo que además le ofrece un placer activo. Todos tienen el mismo derecho que la élite de disfrutar de la música. Imagine una persona que nunca ha tenido contacto con la música clásica y un buen día a los 33 años le invitan a un concierto mío con la Sinfónica de Chicago. Escucha la Quinta de Brückner. ¿Cree que tomará eso como una experiencia positiva? Hay que educar desde niños y eso es pura responsabilidad política».

En el aspecto educativo, él sí fue un privilegiado. Su padre, el pianista argentino Enrique Barenboim, le puso desde muy niño al piano. «Y me enseñó lo que no se enseña en los conservatorios: a preguntar siempre, a saber por qué hacía lo que hacía, cómo se ordenaba la música», dice. Tal vez por ello no sufrió la crisis típica de los niños prodigio. «Yo no fui un niño prodigio habitual, sólo daba conciertos durante dos meses al año, cambiaba de repertorio y el resto del año era un niño que iba a clase con sus amigos y jugaba al fútbol: no era un pobre monito de repetición. Muchos de esos niños, al llegar la adolescencia, un buen día se preguntan por qué tocan aquello así, qué es la música, y se dan cuenta que han estado tocando mecánicamente durante años y se vienen abajo».

Sus palabras las corrobora su fortaleza ante el caprichoso mundo de la crítica. Tras su debú con siete años en sala Beyer de Buenos Aires, los diarios argentinos La Nación y La Prensa publicaron crónicas discrepantes. En una se bautizaba al chaval como el Mozart redivivo, mientras que en la otra se referían al «crimen» de poner a un niño de esa edad tocando el piano «si además no posee ningún talento musical». «Mi padre», recuerda Barenboim, «que era un hombre muy inteligente, mi primer y gran maestro, me leyó ambas críticas y durante años las he llevado encima: gracias a eso soy poco susceptible ante los críticos y mantengo la vanidad a raya». Por eso hay debates mediáticos, como si es mejor el Barenboim pianista o el director de orquesta, a los que acude con hastío: «Soy un hombre que ama a la música y por estar cerca de ella me siento delante de un piano o me subo al estrado: yo no creo en la especialización».

Estos días de recordatorio del holocausto judío, Barenboim justifica sus grabaciones de Wagner, cuyo antisemitismo ha llevado a otros músicos de origen judío a rechazar su interpretación. «En la época de Wagner el antisemitismo estaba generalizado, él no era una excepción: ni se puede olvidar que sus ideas tenían ese germen ni que su música era importante: no vamos a quemar discos ahora». Casado con la pianista rusa Elena Bashkirova, tras la muerte de su primera esposa, la violonchelista francesa Jacqueline Du Pré, quien falleció en 1987, tras un doloroso proceso de esclerosis múltiple, Barenboim parece ahora un hombre equilibrado. Con tres hijos, uno de los cuales toca la guitarra eléctrica y otro el violín, y una capacidad de disciplina y concentración rápida aprendida desde niño, el pianista defiende la música desde una perspectiva humanística: «Las computadoras no tienen moral y nos hacen perder la memoria cultural; la música tiene ética, no en el sentido de que sea buena o mala, sino en el de que puede despertar y cultivar las emociones en los seres humanos, su memoria cultural».

Barenboim recuerda todavía cómo fue su primer recital en España, hace cuatro décadas. Tenía 15 años, estaba en Alicante y lo contrataron por casualidad en su Sociedad Filarmónica. Teatro lleno: un éxito. «Yo estaba asombrado porque nadie me conocía. Luego supe que que iban anunciando en un coche con megáfono al gran pianista Barenboim«.

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