La OEA cincuentona
Los chinos dicen que oportunidad y peligro presiden los eventos históricos. La fundación de la Organización de Estados Americanos no constituye excepción. El tiempo era oportuno. A partir del Congreso de Panamá, convocado por Bolívar en 1826, la América Latina había construido con paciencia un marco jurídico para la solución de problemas internacionales. La obra de juristas como los argentinos Carlos Calvo y Luis María Drago y los mexicanos Isidro Fabela y Genaro Estrada había dado su ímpetu a las sucesivas conferencias panamericanas celebradas en La Habana, Montevideo y Lima con anterioridad a la II Guerra Mundial y, al término de ésta, en Chapultepec. Todo ello permitió que, al reunirse en Bogotá en 1948, los Estados americanos pudiesen consagrar los principios de autodeterminación, no intervención, solución pacífica de controversias y cooperación económica en una carta de obligaciones y derechos —una auténtica Constitución hemisférica—. Intrínsecamente válida, la carta, además, le otorgaba un consenso legal a la realidad primera de las relaciones en las Américas: la vasta asimetría de poder entre Estados Unidos y sus vecinos al norte y al sur.
Hace exactamente 150 años, este desequilibrio flagrante decidió la victoria de los Estados Unidos sobre México. Y hace exactamente un siglo, los vestigios del imperio español de las Américas se fueron con el viento.
El vacío de poder lo llenó el nuevo imperio norteamericano, interviniendo constantemente en los asuntos internos de los Estados ribereños del Caribe y del México revolucionario.
La política de buena vecindad de Franklin Roosevelt significó un cambio importante. Roosevelt, con un toque de saludable cinismo, se llevó bien con los tiranos surtidos de la región ("Somoza es un hijo de puta, pero es mi hijo de puta"), pero, con inteligencia tanto práctica como moral, respetó la evolución interna de países como México, Chile, Brasil y Guatemala. El derrocamiento de la dictadura de Ubico en esta última nación centroamericana anunció la esperanza de que, después de la II Guerra, el tiempo del cambio democrático se abría para la América Latina.
Tales eran los augurios que apoyaban la fundación de la OEA en Bogotá hace 50 años. Pero los peligros también podían verse y sentirse en las calles de la capital colombiana, dado que las reuniones internacionales coincidieron con la violencia política del bogotazo, desatada por el asesinato del dirigente liberal Jorge Eliecer Gaitán, pero provocada, mucho más profundamente, por los problemas irresueltos, sociales, económicos y políticos, de la comunidad ibero americana.
Las sociedades exigían, al culminar la victoria contra el fascismo, hondas reformas estructurales. No fue así. De la guerra caliente se pasó a la guerra fría. Las estrategias de la confrontación Este-Oeste se impusieron a las de la cooperación Norte-Sur. En el refrigerador de la guerra fría, Latinoamérica fue encasillada en el compartimiento de frutas tropicales. Problemas urgentes de justicia distributiva, organización política y reforma de estructuras anacrónicas no sólo fueron pospuestos, sino satanizados como parte de un plan maestro del "comunismo internacional". Bastaba que un Gobierno, por dictatorial que fuese, se declarase "anticomunista" para que recibiese todos los regalos que merecería un Gobierno democrático. En cambio, pronunciarse a favor de políticas sociales conquistadas de tiempo atrás en el Occidente, provocaba el reflejo anticomunista de Gobiernos autoritarios y de los propios Gobiernos norteamericanos. La era de la buena vecindad terminó con la invasión de Guatemala por militares ultras apoyados por la CIA. Ocurrió lo previsible: cerrados los caminos de la política civil, la política revolucionaría abrió a machetazos su propia ruta.
Obligados a escoger entre los campos norteamericano y soviético, perdimos oportunidades, perdimos tiempo, perdimos vidas... Como lo admitió el entonces subsecretario de Estado norteamericano, Lawrence Eagleburger, en la conferencia de Santiago en 1991: "Hace 15 años, la guerra fría estaba en su apogeo, alimentando conflictos regionales y polarizando las relaciones internacionales... No seré yo quien niegue que mi país es en parte responsable de haber con templado nuestras relaciones hemisféricas a través del prisma a veces distorsionante de la guerra fría... La victoria actual de la libertad redime muchos errores. Pero lo cierto es que cometimos muchos errores. El más serio de ellos fue nuestro fracaso en aceptar los términos de la realidad hemisférica y en admitir la validez propia de los problemas latino americanos".
Las palabras del secretario Eagleburger bastarían para dejar atrás los espectros de la guerra fría e iniciar un tiempo nuevo de oportunidad y cooperación. Barramos con los escombros de la guerra fría como barrimos con los escombros del muro de Berlín. Aún hay muros. El embargo norteamericano contra Cuba y la ley Helms-Burton son muros. También lo es la reticencia del Gobierno de Fidel Castro a encabezar una transición democrática en la isla que prive de razón a las agresiones norteamericanas pero se la dé al pueblo mismo de Cuba, esa república a la cual José Martí le advertía que "si no abre los brazos a todos y adelanta con todos, muere la república".
¿Pueden vivir, sin embargo, repúblicas en las que, en su conjunto, más de doscientos millones de seres humanos sobreviven en la pobreza, con ingresos de menos de sesenta dólares mensuales? La miseria sigue siendo el principal obstáculo, no sólo para el desarrollo, sino para la democracia latinoamericana. El gran peligro para la América Latina al finalizar este siglo es que, habiendo obtenido niveles insólitos de organización democrática, si la democracia no se traduce en bienestar para las mayorías, la América Latina revierta a la tradición autoritaria que ha marcado su historia.
La agenda pospuesta por 50 años de guerra fría exige democracia política, pero también desarrollo económico, pero también justicia. En particular, la justicia económica para una región que es la más rica pero también la más injusta entre las regiones menos desarrolladas del mundo. Justicia económica no como un renovado y fallido intento de redistribuir la pobreza, sino como una necesaria reforma fiscal, social y cultural para distribuir mejor la riqueza y para permitir que los pobres se ayuden a sí mismos.
Superemos la necia disputa entre partidarios de la intervención del Estado y partidarios de la libre empresa. Ni la acción del Estado en el pasado fue tan mala como lo denuncian sus detractores, ni la de la empresa privada en el presente tan buena como nos dicen sus panegiristas. Entre ambas, a lo largo de las últimas décadas, ha venido tejiendo puentes de conciliación una sociedad civil moderna pero atenta a los reclamos de la tradición. Donde las burocracias se muestran ciegas y las empresas privadas se sienten privadas de iniciativas, las pequeñas, flexibles, originales y renovadoras organizaciones del tercer sector ayudan a establecer una nueva agenda pública, devolviéndole poder a la gente.
El hecho más paradójico de la vida latinoamericana lo constituye el contraste entre el vigor de una cultura ininterrumpida y la debilidad de las instituciones políticas y de las políticas económicas. Es tiempo de que la continuidad y fuerza de las culturas latinoamericanas (el mestizaje indo-afro-iberoamericano) informe nuestra vida política y económica. Ello depende, a su vez, de sistemas de educación que permitan asociar cultura, política y economía. La educación es la máxima inversión para el desarrollo.
Acaso ésta sea una zona en que las problemáticas agendas de ambas Américas, la del Norte y la del Sur, se reconocen: la educación como máxima inversión del desarrollo. Lo ha manifestado elocuentemente el secretario del Tesoro norteamericano, Robert Rubin: No habrá prosperidad en los Estados Unidos durante el siglo que viene si los ciudadanos marginados no ingresan a la corriente del bienestar. La pobreza, añade Rubin, significa una incalculable pérdida de productividad. Sus costes sociales son demasiado altos. La pobreza nos afectará a todos, concluye el secretario Rubin, sin importar cuánto ganemos o dónde vivamos. La pobreza nos hará pobres a todos, de una manera u otra.
Más allá de las notorias diferencias entre América Latina y los Estados Unidos, tenemos problemas comunes que exigen esfuerzos compartidos. El libre comercio es uno de ellos, la llamada globalización otro más. Los beneficios del libre comercio no lo serán si no afinamos cuanto antes la paridad del trato entre las partes y ampliamos la esfera de intercambio y protección del mero intercambio de bienes al intercambio de personas, es decir, de trabajadores, y a la protección del medio ambiente, de los niños y de las mujeres. Por otra parte, es peligroso forzar el ritmo de las integraciones continentales. Tanto el TLC como Mercosur tienen sus propios tiempos. Cada asociación trata de encontrar su orientación, descubrir el peso de sus obligaciones, y tiene mucho que consolidar antes de fundirse en una sola, acaso inmanejable y seguramente contenciosa, unidad.
Es más, cada participante en los procesos de integración debe ser consciente de dos peligros. El primero es que la interdependencia sin independencia puede convertirse en una forma de dependencia. "Hay que equilibrar el comercio para asegurar la libertad", escribió José Martí. "El pueblo que quiere morir, vende a un solo pueblo, y el que quiere salvarse, vende a más de uno".
El segundo es asegurar que la integración no se convierta en la sanción de una globalización sin ley en la que los débiles son dejados atrás y sólo los poderosos son recompensados. Para evitar el darwinismo global, debemos canalizar recursos hacia las actividades productivas y no las especulativas. No debemos favorecer a quienes no necesitan ninguna ayuda, a expensas de quienes requieran toda la ayuda. Y debemos, en Latinoamérica, reconciliar el sector moderno y el sector tradicional. Deberemos escoger: ¿vamos a abandonar para siempre a la mayoría de nuestros conciudadanos a la pobreza, el crimen, la degradación y la muerte, privilegiando solamente al sector moderno, dinámico, globalizante? ¿O podemos acaso proponernos, modestamente, integrar los sectores modernos y tradicionales, respetando la lógica de cada cual, pero transmitiendo los valores de unos a otros? La globalización, en sí, no es una panacea. La integración internacional sólo es positiva si se basa en el buen gobierno interno. Hay que basar la integración internacional en el gobierno nacional. Hay que basar el gobierno interno en la educación. Y la educación debe nutrir y dejarse nutrir por la cultura.
Si logramos añadir a los principios fundadores de la autodeterminación, la no intervención, y la solución pacífica de controversias, la guerra contra la pobreza, las campañas por la educación, los acuerdos de desarme, el enriquecimiento mutuo de las culturas, la cooperación económica que atienda no sólo al capital del mercado, sino al capital de la sociedad, habremos, quizá, asumido a tiempo los riesgos y las oportunidades que se le presentarán a la comunidad hemisférica y a la Organización de Estados Americanos en el siglo que se aproxima.
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