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Todas las máscaras

La realidad con sus máscaras ha dejado obsoleto al Carnaval con sus disfraces. Clinton, espléndido en su papel de Don Carnal, organiza una gran mascarada bélica para disfrazar sus instintos carnales, y a Sadam se le viene encima la cuaresma por disfrazar sus arsenales bacteriológicos en sus palacios secretos. En los prolegómenos de la gran traca final, los jóvenes israelíes celebran sus carnavales disfrazándose de ántrax, que es el nombre de la plaga bíblica que les amenaza, del bicho presuntamente criado para exterminarlos.Yo este año tuve muchas dudas a la hora de elegir un disfraz apropiado para los carnavales madrileños. La opción más sencilla y económica, a la par que apropiada y discreta, era disfrazarme de túnel, vestirme de negro de los pies a la cabeza y embutirme en él hasta el cuello un cilindro de cartón negro con las correspondientes aberturas, una opción que al final deseché porque resultaba asfixiante y, además, porque no estaba seguro de que la crítica a la tunelización urbana implícita en el disfraz llegara con facilidad a sus receptores más directos, los ediles y funcionarios responsables de los agujeros negros, a no ser que les hiciera llegar un manual de instrucciones.

No sin reflexión desestimé más tarde las sugerencias de una amiga mía que me proponía aprovechar el disfraz de túnel transformándolo con unos pequeños arreglos en un traje de teléfono móvil o de mando a distancia. En todo caso de plataforma digital, respondí orgulloso, pero rápidamente comprendí lo abstruso de tal idea, la falta absoluta de referentes iconográficos. Luego alenté la idea no menos absurda de disfrazarme de acorazado Maine, pero la abandoné enseguida por su imprescindible aparatosidad y por miedo a ser torpedeado por una comparsa patriótica.

De conspirador; en los carnavales madrileños del 98, el disfraz más idóneo, tradicional, pero rigurosamente contemporáneo, siempre elegante y tocado por un aura de misterio, es el de conspirador. Así lo deduje y de ipso facto me encontré con un problema insoluble en apariencia, porque a los modernos conspiradores ya no se les adivina el espadón ni les asoman las espuelas o la sotana por debajo de la capa, los conspiradores de hoy son hábiles y escurridizos ofidios que cambian de camisa y de disfraz, se mudan de monárquicos a republicanos, se mueven por la izquierda y la derecha y pasan de la independencia a la pendencia y a la dependencia siempre pendientes de su medro personal.

Los conspiradores de hoy encontraron un gran surtido de disfraces en los baúles del Cesid; allí estaba Perote dispuesto a jugar a las prendas con los disquetes de la agencia, y los conspiradores se apuntaron en gran número y empezó nuestra peculiar mascarada, un baile de banqueros y fiscales, jueces y periodistas, editores y auditores traidores, ex agentes y confidentes, subcomisarios, intermediarios, sicarios y turiferarios.

Yo este año por fin me disfracé de desastre del 98, de desastrazo en el lenguaje de estos tiempos, barba gris, postiza, crecida y desastrada, gafas negrísimas para no ver las consecuencias de la catástrofe y un derrotado traje gris marengo deshilachado, descosido y sucio como corresponde a un imperio colonial que acaba de sufrir un espantoso revolcón por el barro en el que ha perdido los barcos y la honra, las Filipinas, Cuba y montañas de dinero que ni siquiera era suyo. Un imperio así debe tocarse con una chistera desfondada y calzarse con agujereadas botas de soldado tres tallas más grandes, como yo lo hice.

Para resaltar el mensaje del disfraz salí a la calle interpelando a los transeúntes a las voces de "España va bien, pero a mí me duele España", albergando el temor de tropezarme en cualquier esquina con un cirujano de hierro dispuesto a extirpármela. Pero a pesar de la clarividencia de esta frase, puente entre dos siglos, los responsables del concurso de disfraces no me dejaron inscribirme, aunque me proporcionaron un vale para cenar y dormir en un albergue municipal, anulando con este gesto los últimos rescoldos de un orgullo imperial. El vale y 500 pesetas con las que respondió a mi interpelación una anciana sorda fueron lo más positivo de mi participación carnavalesca.

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