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Todo es muy raro

Juan José Millás

Estaba haciendo cola en la ventanilla del banco, y oí la siguiente conversación entre la mujer qué iba delante de mí y el empleado de la institución.-Quiero ingresar estas 300.000 pesetas, pero sin que se confundan con el dinero de mi nómina.

-No la entiendo, señora.

La mujer llevaba un taco de billetes de 5.000 algo sudados, pero perfectamente dispuestos uno sobre otro, y atados con una goma elástica.

-Verá -añadió con expresión de dolor-, este dinero lo he heredado de mi madre, que lo guardaba en el cajón, de la ropa interior, y son los ahorros de toda su vida. No puedo gastármelo en restaurantes ni en copas. Así que quiero estar segura de que cuando vaya al cajero automático a por 10.000 pesetas no me salga ninguno de estos billetes. Preferiría conservarlos para comprar algo duradero.

-Mire, señora, nosotros podemos garantizarle la entrega de la cantidad que solicite, pero nos resulta imposible asignarle unos billetes determinados, eso es una locura.

-¿Quiere usted decir que podrían entregar estos billetes que mi madre guardaba junto a sus bragas a un desconocido?

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-Lo que cuenta no es el billete concreto, señora, sino el valor que representa, no sé cómo explicárselo.

La mujer empezaba a estar fuera de sí, pero sintió piedad por el empleado e intentó hacerle comprender.

-¿Tiene usted hijos?

-Uno, de ocho años.

-¿Y le parecería correcto entregarlo al colegio a las nueve de la mañana y que le devolvieran otro distinto a las cinco de la tarde?

-Eso no tiene nada que ver.

-¿Cómo que no tiene nada que ver? Lo importante, según usted, es que sea un hijo de ocho años, da lo mismo de quién.

-Es que pone usted unos ejemplos que no son.

Intenté imaginar un mundo en el que los hijos y los primos o las cuñadas y las nueras se repartieran de forma aleatoria, como los billetes del cajero automático, que antes de llegar a nuestras manos han pasado por las de una cerillera o una puta, un cantante de rock o un peluquero.

Ahora imagine -añadió la mujer- que lleva a un guardamuebles la cama de sus padres recién fallecidos y que, cuando la va a recoger, le dan otra. Lo importante, según usted, es la sustancia, o sea, que se trate de una cama, aunque no se sienta ligado a ella emocionalmente. Hombre, hombre, ¿no comprende que eso no puede ser? Ande, busque el modo, de arreglarlo.

El empleado se retiró a las dependencias interiores en busca de ayuda. La señora se volvió e intercambiamos una mirada.

-No saben qué hacer para no trabajar -dijo.

-Desde luego -me apresuré a contestar-. Hace un rato dejé a mi mujer en la peluquería y he quedado en recogerla ahora. No quiero ni imaginar que saliera otra esposa en lugar de la mía y tuviera que irme con ella a mi casa, o quizá a la suya, porque con estas teorías bancarias ya no sabe uno a qué atenerse.

-Pues mi marido, que, por cierto, se está retrasando, me ha asegurado que nos reuniríamos aquí para comer juntos, aunque, según este inútil, podría irme con el primer marido que apareciese.

-Yo soy marido. ¿Qué edad tiene el suyo?

-Treinta y cinco.

-Los mismos que yo.

-Pues vámonos porque todo esto es muy doloroso.

Salimos juntos del banco, yo asombrado por aquella forma tan rara de ligar y ella con las 300.000 en una mano y arreglándose la melena con la otra. Cogimos un coche cualquiera, comimos en uno de esos restaurantes de la carretera de Barcelona y después fuimos a un motel. A mi mujer, que había estado esperándome hasta media tarde en la peluquería, le dije la verdad, pero no me creyó. Está convencida de que comí en casa de mi madre, que también guarda el dinero con la ropa interior. Qué raro es todo.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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