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Tribuna
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No somos los amos del universo

Recientemente visité dos ciudades -Chernóbil y Yalta-que han pasado de ser puntos en un mapa a convertirse en símbolos de nuestro siglo. Chernóbil es una ciudad fantasma, un lugar contaminado y desierto donde el tiempo se ha detenido. Su nombre es una advertencia que informa a la humanidad de que los grandes inventos producto de mentes racionales también nos exponen a peligros sin precedentes. Porque cuando abordamos el quid de la cuestión también abordamos el orden oculto del Ser más allá del conocimiento científico. Tenemos que honrar este orden si no queremos ser presa de la arrogante creencia de que descubrir fragmentos de verdad nos puede capacitar para dominar el universo.Hasta hace poco tiempo, los pueblos de Europa salvajemente controlados por regímenes totalitarios también vivían en un entorno contaminado y oprimido. Toda advertencia contra la arrogancia de fa racionalidad es, al mismo tiempo, una advertencia contra la arrogancia de los ingenieros sociales, aquellos que creen que una vida más libre y feliz para la humanidad sólo puede estar garantizada por planes científicos concebidos desde arriba. Aquellos de nosotros que sufrimos el comunismo conocemos bien las consecuencias de creencias como ésa: ciudades muertas, artificiales; gigantescas obras hidráulicas que fracasan sólo después de destruir ecosistemas diversos; Estados vastos, en gran medida anónimos y, por consiguiente, irresponsables, que deciden dónde y cómo debemos vivir, trabajar, descansar o divertirnos. Estas creencias construyen una vida monótona y gris, desprovista de todo lo que sea único, porque la individualidad es tachada de irracional, asistémica e innecesaria.

Chernóbil ofrece otro mensaje: una radiactividad que ignora fronteras nacionales nos recuerda que vivimos -por primera vez en la historia- en una civilización interconectada que envuelve.al planeta.

Cualquier cosa que ocurra en un lugar puede, para bien o para mal, afectarnos a todos.

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La palabra Yalta también ha adquirido vida propia, y ha servido durante años como símbolo de una división del mundo a cargo de las grandes potencias: de los grandes y poderosos que deciden el destino de los pequeños y débiles sin preguntar su parecer, de concesiones o compromisos inadmisiblemente pragmáticos por parte de Gobiernos. democráticos frente a la fuerza abrumadora de un régimen totalitario.

Durante décadas, nuestro mundo vivió bajo un caparazón de bipolaridad, con dos bloques de poder que se oponían el uno al otro en valores, ideas y convicciones políticas. Ambos sistemas se mantenían firmemente unidos, aunque el pegamento que los unía era diferente y ambos trataron de reforzar sus posiciones en todo el mundo. Sin embargo, bajo este caparazón, se producían cambios. Hoy el mundo es completamente diferente de como era cuando se levantó el telón de acero. Una vez derribada la tambaleante torre del totalitarismo comunista, la caída del telón de acero reveló los verdaderos contornos del mundo, así como la enormidad de su reto.

Por difícil que fuera para las fuerzas de la libertad y de la de-

mocracia vencer,al totalitarismo, más difícil aún será lograr la paz, desarrollar e imponer unos patrones óptimos para una nueva vida en común de Estados y naciones en este planeta que refleje la situación actual del mundo.

Uno de los muchos principios que creo que deben regir esta enorme tarea es desarrollar en la comunidad internacional el grado máximo de respeto hacia la voluntad expresada democrática y libremente por naciones o Estados individuales. Cada uno debe tener el derecho sin reservas de decidir su futuro, sus relaciones internacionales y a dónde pertenece o quiere pertenecer. Cuanto más respete

la comunidad internacional esta voluntad -siempre que no interfiera con la voluntad legítima de otras naciones-, más estable será el mundo.

Las últimas décadas, así como la historia anterior, ofrecen suficientes pruebas de que cualquier orden impuesto se derrumba inevitablemente. La caída de un orden artificial a menudo se cobra un peaje, posiblemente igual de elevado que el precio pagado por la imposición de ese orden.

En otras palabras: no debe haber más Yaltas simbólicas. Nunca más deben decidir otros el futuro de pueblos y países; como mínimo, nadie debe asumir esa toma de decisiones sin conocer y respetar las ambiciones legítimas y libremente expresadas de las naciones implicadas. A ningún Estado se le debe negar el derecho a decidir libremente a qué agrupaciones regionales -políticas, de seguridad, económicas- quiere pertenecer. Las decisiones respecto a la admisión no deben estar determinadas por los intereses geopolíticos de otros, sino sólo por el grado de disponibilidad de un Estado, probado mediante criterios objetivos, a adoptar las normas de estas agrupaciones y respetar sus principios fundamentales.

Conforme nos enfrentamos a los avisos de Chernóbil y de Yalta, es hora de buscar aquello que va más allá del horizonte del mero pensamiento racional o científico y de los límites de las pretensiones ilusorias de los ingenieros sociales de Chernóbil y de los estrategas geopolítícos de Yalta. Como individuos y Como comunidad, debemos ahondar en nuestra historia' en nuestras almas y en toda nuestra experiencia para tratar de extraer nuestro corroído respeto por el misterioso orden del universo, por el ser humano único, por la identidad de las culturas y de las comunidades, y restablecer la humilde aceptación del hecho de que todos somos partes integrantes del universo y no sus amos.

Vaclav Havel es presidente de la República Checa Copyright Project Syndicate

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