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Los Rolling Stones reaparecen con un poderoso espectáculo

El legendario grupo británico inicia una gira que llegará a Europa en 1998

Diego A. Manrique

Los Rolling Stones eligieron la ciudad de Chicago para embarcarse en su nueva aventura. Unas 54.000 personas les aclamaron en el estadio donde juegan los Bears, a los que Mick Jagger saludó (al igual que a otra institución deportiva de la ciudad, los Bulls) y los comparó con su propio grupo. En términos de inicio de campeonato, se podría. afirmar que los Stones tienen " potente equipo y la mejor actitud para ganar. Además, jugaban en casa: los telediarios de Chicago se referían a ellos como "Mick y los chicos" ó "Mick y la pandilla".

Hay coincidencias perversas. Frente al estadio donde los Rolling Stones estrenaban su Bridges to Babylon Tour, se halla un museo que estos días presenta una vistosa exposición sobre dinosaurios. La maldad era inevitable: "¿Se han escapado los velocirraptores y están dando un concierto ante sus coetáneos?".No se trata de algo tan elemental. Los Stones atraen a un público verdaderamente multigeneracional: abundan los pelos grises entre la audiencia (también en el escenario) pero la mayoría de los asistentes se incorporó al culto en los años ochenta y noventa. Y aceptan pagar entre 4.500 y 11.200 pesetas, sin contar impuestos y comisiones, por experimentar en directo el prodigio: la longevidad de un grupo que se mantiene en lo alto de la pirámide a pesar de que tantas veces parecía ansiar la autodestrucción.

Los incondicionales acuden a estadios como el Soldier Field, "dedicado a los hombres y mujeres de los servicios armados", también por el magnetismo de un repertorio que no se ha deteriorado con el paso del tiempo y de las modas. Las dos docenas de canciones que los Rolling Stones interpretaron en su debú cubren razonablemente sus 35 años de vida creativa. Desde el rock and roll afilado a lo Chuck Berry, representado por little queenie, a las modernidades, como su recientísimo Anybody seen my baby?

Y resulta evidente que el material más pop, de Ruby Tuesday a The last time, se liquida con profesionalidad pero sin mucho entusiasmo. Sin embargo, los Stones adquieren genuina ferocidad con su repertorio más personal, cuando las guitarras de Keith Richards y Ronnie Wood se enzarzan con la elemental batería de Charlie Watts, cuando el bajo de Darryl Jones permite a Mick Jagger adaptar los manierismos de funkadero de discoteca. Están muy seguros de sus energías y éstas no les fallan.

Las presentaciones de los músicos que ocupan el escenario evidencian una vez más que se puede admirar el estado físico de Mick Jagger y su incansable gusto por las carreras, pero que el cariño y el respeto del personal están dirigidos a Keith Richards. Con los dos temas que el guitarrista canta, se aprecia la mecánica interna de los Rolling Stones. Cuando Mick Jagger ha desaparecido todo se hace un poco caótico, auténtico en expresión sonora pero pobre en nitidez musical. De la misma forma, en las ocasiones en que Mick Jagger prescinde de su mano derecha e intenta seguir las tendencias del momento se aprecia que el auténtico carisma y la legitimidad histórica son propiedad de Keith Richards. El guitarrista, ataviado con un abrigo de piel de leopardo y gafas oscuras, siempre pegado a un cigarrillo -y en el soldier field se prohibe fumar-, eclipsó al cantante en cuestión de estética rockera. Obviamente, los Rolling Stones de 1997 son algo más que un vibrante juke box. Saben que están obligados a ofrecer un gran espectáculo, aparte de un concierto convincente. Y cumplen. El escenario, tras la actuación de los teloneros (en Chicago, el grupo Blues Travelers), parece un disparate, reciclaje del desguace de un submarino tipo Nautilus, pero después de la obligada explosión que dispara los ritmos cardiacos de los espectadores, se revela que Mick Jagger y los diseñadores subordinados a su intuición han vuelto a golpear en la diana.

Mamá Tecnología

La escotilla gigante que domina el montaje resulta contener una pantalla de vídeo de alta definición que refleja, gracias a una imaginativa realización y un constante tratamiento de, imágenes, lo que ocurre en el escenario (en un concierto en recintos similares, los artistas son hormiguitas si no cuentan con Mamá Tecnología).

Las cortinas laterales son apartadas en un momento para descubrir dos gigantescas muñecas hinchables, voluptuosas ninfas doradas hechas de un material lo bastante flexible para que se muevan levemente con los crueles vientos del lago Michigan. En esta gira babilónica, los Stones saben crear un turbio ambiente erótico.

Mick Jagger, que estos días declara sentirse decepcionado por Pop Mart, el último show de U2, no ha tenido inconveniente en aprovechar algunas de las ocurrencias de los cuatro irlandeses. Así, a mitad del concierto, el sexteto básico, sin sección de viento ni coros, abandona el escenario grande y se desplaza al centro del campo. Allí interpretan tres piezas y logran que el público, mantenido en sus asientos por un férreo aparato de seguridad, desoiga las órdenes y se escape para verlos de cerca y en carne y hueso. Casi tan emocionante como el recital de la pasada semana, cuándo los que se pudieron enterar les vieron por siete dólares en Double Door_ un club de Chicago. Otros trucos de Bridges to Babylon Tour conviene que se mantengan en secreto. Digamos que los Rolling Stones no son adversos a la pornografía,humorística o a las nevadas ártificiales. Y que Mick Jagger, fracasado en el mundo del cine, aspira ahora a una carrera como modelo de pasarela. Cambia constantemente de indumentaria,. todo con firmas prestigiosas, y se apropia del venerable bombín como accesorio roffingestoniano. Una prenda que, por ahora, no forma parte de la inmensa variedad de mercancía -camisetas, cazadoras, chubasqueros, programas- que la organización de los Stones ofrece en cada rincón.

Como todas las superestrellas del rock, ellos saben que los beneficios de ese menudeo superan a los ingresos netos de taquilla. Los dinosaurios del museo todavía tienen mucho que aprender de los Rolling Stones.

La ciudad del 'blues' eléctrico

Los Rolling Stones crecieron bajo la sombra de la música de Chicago. En la primavera de 1961 se encontraron en la estación de ferrocarril de Datford dos inglesitos que se conocían, pero que nada tenían en común. Al menos eso era lo que pensaba el díscolo Keith Richards, matriculado en la art school de Sidcup, hasta que vio los elepés que Mick Jagger llevaba bajo el brazo. Jagger, un tipo listo que se había ganado un puesto en la prestigiosa London School of Economics, consiguió la dirección de Chess Records, la gran productora de blues de Chicago; había comprado por correo deslumbrantes discos de Muddy Waters y Chuck Berry, inéditos en el Reino Unido. Richards se quedó boquiabierto.Tres años más tarde, ya como parte de los populares Rolling Stones, Jagger y Richards visitaron los muy legendarios estudios de Chess en el 2120 de South Michigan Avenue. Allí se toparon con el mismísimo Muddy Waters en traje de faena, pintando el techo. Y no era un hobby: sus discos habían dejado de venderse y Waters complementaba sus escasas ganancias con chapuzas para los hermanos Chess. Al año siguiente volvieron para grabar y Waters les ayudó a descargar el equipo e invitó a otros ilustres bluesmen para que comprobaran de primera mano lo parecido que tocaban aquellos ingleses peludos que estaban de moda y no se enfrentaban con barreras racistas.

Jagger y Richards no olvidaron la lección. En vez de sentirse expoliados por sus jóvenes admiradores, Waters y compañía manifestaron su profundo agradecimiento por unos robos que les abrían nuevos mercados. Un poco avergonzados, los Stones devolvieron el favor tocando en algunos de sus discos, ofreciéndoles contratos como teloneros y -en el caso de Chuck Berry- intentando relanzar su carrera. Años después incluso ficharían a Marshall Chess, heredero de la dinastía Chess, para dirigir su discográfica, Rolling Stones Records. La música de Chicago, ese blues del Sur profundo que allí se electrificó y se hizo feroz, continuaría siendo su gran obsesión.

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