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Tribuna
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No era una burócrata de la caridad

Nos falta un personaje que pasará a la historia. Que no hemos entendido bien los católicos, víctimas de la propaganda de corte tradicional, que ha tergiversado su renovadora figura. No nos olvidemos de que vivía en la India; y se aclimató a su pensamiento, como no sabemos darnos cuenta en nuestro ambiente, porque la hemos movido a campañas que estaban en nuestra inquietud, y el sentido que ella les daba era muy distinto.Ahora tenemos que comprender que un católico indio es muy diferente y tiene preocupaciones muy distintas de las nuestras. No hay más que recordar al famoso jesuita P. Anthony de Mello, y sus libros, que poco se parecen a los que escribe un católico en nuestros mundos occidentales.

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Y a la madre Teresa no la entenderemos si olvidamos la distancia mental y religiosa que nos separa de aquel catolicismo, abierto a su modo, pensando con otros módulos distintos de los nuestros, que unas veces nos desconciertan y otras queremos deformarlos, porque no caben en nuestra mentalidad religiosa.

Así es como hay que entender a la madre Teresa de Calcuta, que se hizo de verdad india con los indios; y no quiso trasvasar su cultura religiosa europea a su acción cristiana. Recordemos su mensaje y sus propias palabras.

Lo que le interesaba, antes que convertir a sus pobres moribundos, era que si eran budistas siguieran siéndolo, y si eran musulmanes continuaran con su religión, porque decía: "Para nosotras no tiene la menor importancia la fe que profesan, o dejan de profesar, las personas a quienes prestamos asistencia". Y explicaba la razón: "Nuestro criterio de ayuda no es de creencias, sino de necesidades". Y, ¿qué inculcaba a sus monjas?: "Jamás hemos de permitir", les decía, "que alguien se pueda alejar de nosotras sin sentirse mejor y más feliz". Sabía que tenía que ayudar a los pobres en su pobreza, pero sabía también que había otra pobreza peor que la material aún: el repudio de su situación en la sociedad, "y ésa es la pobreza más insoportablemente mortal de su condición".

Y la sonrisa era su manera de aceptar a todos, sin discriminación alguna. Algo digno de imitar para nosotros sería su concepto de la compasión: una concepción muy cercana a la de los psicólogos que han estudiado nuestra conducta con los atribulados físicos o psíquicos. No se trata de adoptar un sentimentalismo falso y barato, que es tan frecuente en los que se creen buenos, sino el enfoque lleno de serenidad que recomendaba ella a sus colaboradoras, para acertar en la apreciación de los males que querían poner remedio con la actitud adecuada para el bien real de sus atendidos. "La conducta de una buena enfermera, por ejemplo", decía el profesor Burloud, "es la que se sobrepone a la piedad dolorosa; ... y un tranquilo afecto viene a sustituirla sin disminuir en nada la delicadeza, actuando con serenidad y con optimismo alentador".

Y hacía también esta observación, que debía hacernos reflexionar a nosotros "los pobres de Roma, como los pobres de Occidente en general, son mucho más pobres que los de Calcuta o la India; porque esos pobres más pobres creen en algo; y los nuestros no creen en nada, y esto los hace más infelices".

Y, ¿qué es lo que más temía? Que sus hijas se convirtieran en burócratas de la caridad. Lo fundamental es el esfuerzo personal, más que la organización externa. Ésta es necesaria, pero no tanto como la entrega de la persona. Y ella, tan atareada, no dejaba nunca de dedicar una parte del día a los más desfavorecidos, atendiéndolos personalmente. Creía más en el testimonio de amor y comprensión que en la palabra religiosa. Ésa era la madre Teresa; y no la otra que, a veces, nos han descrito.

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