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Tribuna
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Presidente

Señor presidente de la Comunidad de Madrid: no dispongo en este momento del manual pertinente, y acaso me lleve por delante alguna cláusula con miga, pero propongo el tuteo entre nosotros. Yo lo prefiero así, porque mi prosa gana en frescura y porque me siento más ligero a la hora de expresar ciertas penas. Antes de nada, ¿cómo marchan las cosas en el despacho? Bien, espero, como España. Yo, por mi parte, sólo, regular, gracias a Dios, y un poco alterado por la llegada del calor. Serán los milibares, el propio carácter del estío, pero lo cierto es que en esta época me vuelvo más volátil y hasta me fallan los conceptos. Esto es: me aproximo a la libertad.Y agotado el espacio poético, entraré en materia con un asunto bien delicado: el alcalde Manzano. Él y yo, presidente, no congeniamos. Nunca hemos merendado juntos, ni hablado de chicas, ni compartido un paraguas; ni nos conocemos, siquiera. Nos falta intimidad, por resumir la situación, y además de esto, él es hombre piadoso y a mí me enferman las sotanas. Dicho de otro modo: hay marejada de fondo y necesito un mediador. Quede claro, antes de proseguir, que yo adoro el dulce brum-brum de las taladradoras urbanas y que en la actualidad disfruto como un loco paseando por las calles; pero ocurre que todos sienten así y que la tensión puede llegar a un punto insostenible. He mencionado las taladradoras, aunque también tenemos un problema de sirenas: son tantas, y suenan tan a menudo, que ya no impresionan a nadie. Todo Madrid es un delirio: lleno de alarmas, de luces girantes, de zumbidos, de señales luminosas, de retumbos y estridencias, de tal manera que una ambulancia con prisas pasa inadvertida. Y siendo esto grave, todavía lo es más el deterioro mental de los ciudadanos: los ruidos (y esto viene en cualquier libro) pueden enloquecer a los seres vivos. De repente, alguien coge un hacha y se pone a descuartizar vecinos sin venir a cuento, o se tira por la ventana cantando Noche de paz. Simplemente, por un exceso de ruido. Y además, presidente, estos ruidos también penetran en el frágil territorio de la noche. Tenemos por aquí unos artefactos limpiadores y unos camiones de basura que parecen diseñados, en concreto, a mala leche. En invierno, con las ventanas cerradas, uno puede defenderse razonablemente y superar sus embates, pero la llegada del calor hace inútil toda artimaña. Se les oye desde, lejos, enormes, recios, apabullantes y solo queda resignarse o huir hacia la ducha. Hay quien los considera engendros del infierno, y, por tanto, una atracción en sí mismos, pero a la postre no compensan: intimidan, descalabran el sueño de los niños y además son feos a rabiar. Es necesario recoger la basura, de acuerdo, pero tal vez entre todos pudiéramos encontrar un modo menos violento para solucionar el problema.

Otro asunto a tratar (ingrato, pero ineludible) es el que se refiere a los agentes municipales; más en particular, a los que manejan el tráfico. De vez en cuando, alguno sonríe y se muestra amable, pero lo habitual es que provoquen escalofríos en el automovilista: son suspicaces, se mueven a impulsos y todo les suena a desacato. Conocida es su frase de cabecera: "¡Te vas a enterar, calamar!", y, en efecto, así es, dado que llevan chapa y les respalda un imperio. Discutir con ellos, aunque sea de modo anecdótico, significa jugarse el pellejo; reclamar, un disgusto; y resistirse, un acto suicida. Yo no conduzco automóviles (porque estoy en contra de las manadas mecánicas) y, por tanto, no sufro en carne propia dichos desplantes; pero como observador he comprobado que en este ambiente todo el mundo, ovejas y pastores tienden a liar las cosas y a dejarse llevar por la ira; luego, falla el entrenamiento.

Si bien, he querido dejar para el final la mayor de mis preocupaciones. Señor presidente: últimamente apareces en televisión con muy mala cara. Deslucido, menos fresco, y no me gusta lo que veo. Yo no amo al PP (a decir verdad, no lo amo ni una pizca), pero aún así, le supongo un corazón, y a él apelo para que te permita marchar. La juventud es material perecedero: no regresa, y se diría que la tuya huye de ti a pasos agigantados. Es la tensión, Alberto, la cárcel que habitas. Yo abandonaría el cargo en este mismo momento, me quitaría los grilletes y saltaría al exterior. Después de todo, no interesa desgastarse a destiempo. Ahí tienes a Anatoli Yévguénevich Kárpov, en pleno bajón, perdiendo poco a poco el talento e incapaz de sobrevivir sin él. Y no es éste tu caso: porque fuera, creo, le sacarías más rendimiento.

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