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Mongolia recupera el comunismo en las urnas

Juan Pablo Cardenal

Los vientos del cambio no soplan con frecuencia en Mongolia, pero cuando lo hacen arrastran consigo toda una tormenta. El país, de apenas 2,5 millones de habitantes e histórica y geográficamente asfixiado por Rusia y China, vive sumido en un mar de caos y confusión, desde que en 1990, siguiendo la estela de la perestroika en el bloque soviético, iniciara la apertura hacia la democracia y la economía de mercado. Bajo ese clima se celebraron el domingo las elecciones presidenciales que debían dar un espaldarazo a las reformas o ponerles freno. Con un 85% de participación, los comunistas aplastaron a la Unión Democrática, una coalición de cuatro partidos liderados por los socialdemócratas, y se alzaron con un 60% de los votos frente a un 29% de sus rivales, según datos gubernamentales aún no oficiales.

Tras siete décadas bajo el yugo del viejo régimen de Moscú, y después de una tranquila transición del comunismo a la democracia, los habitantes de Mongolia comprueban atónitos cómo las políticas capitalistas del actual Gobierno democrático, en el poder desde junio del año pasado, han ido erosionando sus economías domésticas hasta llevarles al mismísimo borde del infierno.La agresiva política de choque del Gobierno de Ensaikhan, diseñada para modernizar unas arcaicas estructuras económico-políticas, consistentes en la liberalización del comercio doméstico e internacional, congelación del gasto, levantamiento del control sobre los precios y en una drástica reforma de las pensiones, ha llevado a la población a sufrir unos efectos devastadores antes desconocidos. Según datos del Banco Mundial, el 36% de la población vive bajo el umbral de la pobreza, la inflación se ha disparado hasta el 50% y el paro, inexistente bajo el régimen comunista, azota ya al 20% de la población activa, si bien otras fuentes hablan de un 50% de paro. Con la liberalización, los habitantes de Mongolia -un 75% de ellos menores de 30 años- tienen que adaptarse a una profunda transformación para la que no están preparados. El 40% de la población, nómadas ganaderos -hay 30 millones de cabezas de ganado- que viven en las zonas rurales de la estepa siberiana mongola o en el desierto de Gobi, vive en condiciones primarias: carne y leche de su ganado para comer y economía de trueque. Del 60% restante, urbano, unos mantienen su puesto de trabajo en la Administración por 26.000 tugriks al mes -6.000 pesetas-, sobrevive como comerciantes de subsistencia o están en paro.

Estas escalofriantes estadísticas se respiran en las calles de la capital, Ulan Bator, una ciudad en la que se agolpan 650.000 habitantes y que destila miseria, crimen y paro por sus cuatro costados. El aspecto de la urbe transmite la confrontación de dos sistemas, comunista y capialista, en su vertiente más amarga. En definitiva, una ciudad que únicamente ha filtrado por ósmosis los males de dos sistemas antagónicos.

Algunos cambios, con todo, han sido ejemplares. La entrega del poder por parte de los comunistas al principio de la presente década se realizó sin traumas, y la transición política ha sido, en ese sentido, modélica. Se aprobó una nueva Constitución, que garantiza la división de poderes, se legalizaron los partidos políticos, se garantizó la libertad de información y todos los derechos individuales tomaron una relevancia de primer orden.

Con los resultados electorales del domingo, la cohabitación y la esgrima política aparecen en la escena parlamentaria del país asiático, ya que el nuevo presidente comunista, Bagabandi, tendrá, entre otras facultades, el derecho de veto sobre las decisiones del primer ministro democrático, cuyo partido domina la Cámara legislativa mongola con mayoría aplastante después de las elecciones de junio pasado. En esas elecciones, los demócratas dispusieron de amplio apoyo del Instituto Republicano Internacional, ligado al Partido Republicano de EE UU.

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