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Tribuna:CRÓNICAS
Tribuna
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El libro que nunca se escribió

Juan Cruz

Aquel maravilloso personaje callado. Cuando bebía y era noctámbulo llenaba a los demás con historias fantásticas que se quedaban ahí, en el aire de una conversación perfecta, sin otro porvenir que el de producirse en el instante. Pero un día se hizo sobrio y se mantuvo callado para siempre; iba al café todas las tardes, cumplía con su trabajo, tomaba coca-colas heladas, y se tocaba con un sombrero que parecía abrumado por el uso de millones de manos; su mirada era penetrante y chiquita, como la de un animal educado, prehistórico y tranquilo que nunca hubiera dejado la piel de su infancia. Extrañado de vivir, era también un personaje perplejo que parecía acosado por el ruido que halló al nacer. Por eso parecía siempre estar oyendo otras cosas, los ecos de otros ecos que no eran propios de esta tierra.Pepe Hernández, que ahora acaba de mostrar en Madrid de qué es capaz la perfección misteriosa de su mano, pintó un día la casa donde nació Juan Rulfo, que es nuestro personaje silencioso. Esta casa natal de Rulfo es una mansión tranquila, pegada a la tierra, y hace esquina en Jalisco. Cuarteada por los años, la casa muestra en esta pintura minuciosa pero íntima de Pepe Hernández esas heridas tranquilas que tienen los domicilios que ya tuvieron su historia, pero de todas las características que muestra como vivienda siempre me gustó la azotea, que parece juntarla con las propias paredes del cielo y en la que imagino el silencio admirado de este niño que descubrió las historias que quiso escribir escuchando allí a los viejos de su familia.Un día, hace ahora veinte años, le preguntamos, en Las Palmas: "¿Y por qué escribió usted Pedro Páramo?". La respuesta escueta y publicada -lo dijo mil veces; entonces nos lo dijo a nosotros- fue ésta: "Un día quise leer un libro como ése y entonces lo escribí". Lo buscó en la biblioteca, decía, no lo encontró, y decidió que tenía que escribirlo él mismo; dicho por Rulfo, eso que parece arrogante era sin embargo la consecuencia de su manera de ser: decía que a él ya le habían contado todas las historias sus antepasados, los vivos y los muertos, y sólo tenía que sentarse a escucharlas de nuevo. A veces, sin embargo, se sentía impelido a escribir lo que escuchaba, y cuando se decidió a romper ese silencio en que vivían las fábulas articuló algunas de las mejores páginas de nuestra lengua. No se prodigó, como es notorio, pero él desdeñaba el esfuerzo de escribir con una frase que también es símbolo de su silencio: "Ya se hizo".

A lo mejor estaba en silencio precisamente porque estaba escuchando todas las historias. Ese día de Las Palmas tenía delante a otro callado misterioso, Juan Carlos Onetti. La- química del aire les juntó en seguida, y estuvieron horas y horas mirándose a los ojos como si tuvieran mensajes cifrados que decirse, relatos viejos e innombrables, ocultos en su imaginación escéptica.Eran como la representación viva de esa imagen que tanto se ha difundido de James Joyce y sus amigos, enfrascados en silencio ante las bolas del billar, como si las palabras vivieran por dentro y fueran sustituidas por el sonido seco y perfecto de ese juego geométrico.

Rulfo y Onetti no se hablaban: vivían en el mismo silencio, renunciando acaso a sus propias historias mientras escuchaban las que provenían del propio mutismo de los antepasados. A diferencia de Rulfo, Onetti no había renunciado a la bebida, y tenía en la compañía íntima del alcohol el cómplice de su voluntad perpetua de desaparecer debajo de las sábanas usadas del tiempo.

En ese periodo de sequía, sin embargo, Rulfo rompió a hablar una noche, y fue en México, al lado de su hijo, cerca de un editor español (Javier Pradera, que estaba allí de paso y me contó la historia) y de su colega mexicano; durante cinco horas el autor de El llano en llamas contó punto por punto una novela maravillosa, con personajes que parecían los antiguos personajes de Rulfo, sacados de un cementerio animado en el que hablaron como si fueran de verdad los vivos y los muertos, los gallos y los cernícalos, las piedras y las jacarandas.

Era una historia ajada y lujosa, misteriosa y clara, una historia que se emparentaba con los dos libros principales que dio su imaginación de adolescente que se negó a abandonar aquella azotea donde escuchaba a los viejos y que tan bien pintó Pepe Hernández como si pintara también un cuento de Rulfo. Ya era la madrugada cuando aquella voz se quedó de nuevo muda, mientras los demás trataban de imaginar el libro que se avecinaba: Rulfo había dado todos los detalles y parecía que estaba tan próximo a su escritura que ya sólo había que ir preparando el papel y las cubiertas.

Sin embargo, el libro jamás se escribió: fue el regalo que hizo el escritor del silencio a los que le escuchaban, a los que por un momento quiso identificar, quizá, con él mismo cuando escuchaba las fábulas de los viejos en aquella azotea de Jalisco. Esta semana que viene celebramos en el mundo del español los días del libro; parecía bueno recordar este libro para siempre inédito del gran escritor callado mientras rendimos homenaje a las palabras escritas.

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