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Privado y público

Antonio Muñoz Molina

En las biografías recientes de celebridades políticas o intelectuales, la vida privada es con mucha frecuencia el lugar de la ignominia, una zona sombría en la cual el héroe público agita, a salvo de testigos, protegido por la soberbia y el secreto, su mezquindad o su vileza, que en caso de ser aireadas más tarde podrán recibir la disculpa ilimitada que se concede a la genialidad. La condición pública se ejerce bajo una luz de focos y flashes fotográficos, de ademanes estatutarios de arrogancia; obtiene testigos vehementes, cronistas devotos, perdura en documentos y en libros. La vida privada sucede en una claustrofobia de dormitorios oscuros y mal ventilados, de domicilios con las puertas cerradas a los extraños, o incluso a una mayor profundidad de arqueologías domésticas, en el reino abisal y definitivamente oscuro de los cuartos de baño y las sofocantes habitaciones de servicio.La vida privada, que es la mayor parte de la vida, es sin embargo la que antes se pierde, la que deja menos testimonios, porque sus materiales son los más fugaces y perecederos, y también porque suelen establecerse pactos de silencio entre supervivientes e interesados, inquisiciones íntimas de papeles, de rastros. La vida pública queda en las bibliotecas, en las hemerotecas, en los archivos de imágenes: la vida privada está hecha muchas veces de circunstancias sin huellas, conversaciones en voz baja en un dormitorio o en un salón comedor, dramas de silencio y lágrimas en el auricular de un teléfono, papeles que se escriben y se pierden enseguida, mensajes, cartas perdidas en cajones. Ahora hay también otras formas de testimonio posible que examinarán los biógrafos del futuro: recibos de cajero automático o de tarjeta de crédito, con fechas y horas y lugares exactos, documentos borrados en los ordenadores que sin embargo permanecen en lo que se llama, no sin cierta poesía, su memoria secreta, y que algún estudioso más experto en informática que en caligrafía podrá descifrar dentro de un siglo, en el disco duro de un ordenador encontrado tal vez en una casa en ruinas.

Los frágiles yacimientos de la vida privada merecen, cuando se descubren, menos atención que los de la vida pública, pero algo hay en nuestra sensibilidad o en nuestros tiempos que nos inclina a interesarnos más por ellos, quizá el descrédito de los grandes figurones y de las temibles grandes palabras que han denominado el siglo, y también, estoy seguro, la irrupción de las mujeres en tareas y lugares que hasta hace nada y durante siglos o milenios estuvieron reserva dos a los hombres. Para las mujeres. lo privado siempre. estuvo demasiado - cerca para ser invisible. Desde el romanticismo, al genio y al héroe, al literato magistral, al artista, se le ha permitido todo. Sus excentricidades o sus rasgos de crueldad eran como derivaciones comprensibles de su genio, o minucias que merecían ser ocultadas para que no ensombrecieran el resplandor superior de la obra pública. Digamos que si un conductor de autobús o un albañil abandonan a sus hijos o someten a humillaciones a sus mujeres están dando muestras de brutalidad inaceptable: si esos mismos actos los comete un genio, un literato o un artista, entonces se con vierten en pruebas de su sensibilidad atormentada, efectos secundarios del talento. En un libro recién aparecido en Inglaterra, Alec Waugh, hijo del novelista Evelyn Waugh, recuerda que una vez, durante los peores tiempos de los bombardeos y el racionamiento en la II Guerra Mundial, cuando un poco de fruta o un paquete de azúcar eran tesoros casi inalcanzables, su padre los reunió a él y a sus dos hermanos pequeños y les mostró algo que acababa de conseguir, un racimo con tres plátanos. Pero no se los repartió, como ellos creían. Los fue pelando meticulosamente y se los comió uno tras otro, los tres, observando con aire de perfecta satisfacción y sarcasmo las caras desengañadas de sus hijos.

Dice Alee Waugh, que desde entonces ya no pudo creer ninguna de las muchas afirmaciones sobre la decencia, la integridad o la fe que oyó de labios de su padre o que leyó en sus escritos. Sin duda un novelista ha de ser juzgado por sus novelas, y no por su comportamiento hacia sus hijos, y las canalladas que infligió un gran artista o un científico a su mujer no aniquilan el valor de un cuadro o de un descubrimiento. Pero también es verdad que el contraste de las vidas públicas y las vidas privadas podría habernos ayudado a comprender mucho antes la perversidad y la simple mentira de muchas ideas, situaciones de injusticia y sistemas políticos basados en la doblez, en el abuso y en la corrupción. Que se conozcan las miserias secretas en las que fueron cómplices Sartre y Simone de Beauvoir o el cinismo de Bertolt Brecht en el Berlín estalinista de los años cincuenta, su afición a manipular y humillar a las mujeres que tenía cerca ya hacerse chaquetas proletarias a medida, no son maniobras reaccionarias de difamación contra héroes de izquierda: son avisos de que1a ética progresista no puede, sostenerse sobre la hipocresía y la apariencia, sobre la desvergonzada discordancia entre las palabras y los actos, entre las gesticulaciones públicas y la insondable vileza de la crueldad privada.En 1986, en una caja fuerte de un, banco de Los Ángeles, se hallaron las cartas y papeles-privados de Albert Einstein que se subastan estos días, y a uno lo estremece el relato de miseria y sometimiento conyugal que muestran, de fría insolencia masculina. Parece que entramos, como los descubridores de las cámaras secretas de las pirámides, en ese espacio sepultado y tenebroso del horror domestico que describió mejor que nadie George Simenon, quien algo sabía también de los privilegios del secreto. y el abuso, del absolutismo invisible del marido y el padre sobre los que en gran medida se sigue cimentando el mundo. Los horrores de la historia pública están perfectamente documentados como las glorias de los tiranos y los poderosos: de la verdadera historia universal de la infamia, la dé las vidas privadas, quedan menos huellas que de las civilizaciones borradas por el desierto o tragadas por el mar.

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