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Sierra ignota

Érase una vez, y ni siquiera hace de ello mucho tiempo, en que los madrileños denominábamos "sierra pobre" a la picorota norte de nuestra provincia, camino de Somosierra y a ambos lados de la N-l. No la definíamos así por mala idea, quizá, sino porque tal descripción correspondía plenamente a la realidad, pues aunque siempre se nos haya tachado a los gatos de centralistas, hay que reconocer que aquél era un centralismo muy raro: las autopistas brotaban muy lejos de la capital y fluían en sentido centrífugo, las grandes inversiones se iban ya entonces hacia la privilegiada periferia de siempre y nuestros pequeños núcleos de población eran los últimos en acceder a beneficios tales como el agua corriente, la luz, y no digamos las carreteras, la sanidad o la educación. Cuando nuestra provincia se convirtió nada menos que en comunidad autónoma, nos quedamos turulatos. ¡Pero si nosotros no habíamos pedido nada ni dado guerra, perpetrado barbaridades ni invocado hechos diferenciales! La nueva y flamante institución proscribió aquello de "sierra pobre": estábamos ya en los prolegómenos del liberalismo salvaje, y el término "pobre" se había convertido en un insulto peor que la expresión "rojo" treinta años antes. Se hicieron algunas cosas, fue llegando el agua a algunos pueblos, y hasta la luz, pero yo recuerdo sobre todo, como característicos de la época, los grandes cartelones de autobombo instalados por los vericuetos. Cualquier obrita de mejora. de firme, que hubieran realizado sin darse pote los peones camineros, justificaba ahora hiperbólicas explicaciones. Las mayores inversiones recayeron sobre la parte derecha de la hoy autovía, según se va hacia Burgos, y empezaron a sonar los nombres de Buitrago, Montejo, Patones, La Hiruela. ¿Y la parte izquierda, qué? Bueno, recibió también algunos beneficios, dejó de ser pobre de solemnidad, pero sigue siendo ignota.Fijémonos en Braojos, por ejemplo: 80 kilómetros al norte de Madrid, no señalizado en la autovía. Por encima del embalse de Riosequillo, por debajo del cerro de la Porrilla, 100 vecinos, 350 habitantes, con algunos huertos, rebaños de ovejas y vacas que fundamentan una pequeña industria quesera, huertecillos individuales y algunos frutales que resisten como pueden los inviernos desapacibles, el pueblo experimentó en la época del desarrollismo y la emigración una notable sangría de habitantes. No se iban muy lejos: muchos de ellos salían hacia la capital, pero no osaban traspasar sus umbrales y se establecían en Alcobendas. Algunos de los hijos han regresado a sus lares originarios: hay más parejas jóvenes que en otros pueblos similares, y hay, por haber, ¡hasta niños! Bosques de leña, repartida "en suertes", y aversión general hacia el Icona. Caza (algún año cayeron hasta 14 jabalíes y todo el mundo está muy orgulloso), muchos canes pastores o cazadores, una iglesia que enseña Julián y se ha quedado demasiado grande, nostalgia de cuando se decían misas con tres curas, hecho recordado por los viejos, ausencia de tiendas y vida visible, salvo en los bares Los Tres Hermanos y el del cartero, Ayuntamiento, centro médico y escuela, a la que acuden siete niños -cinco nenas y dos varoncitos- Los mayores van a clase a Buitrazo, "eran ciudad" más próxima.Bueno, y resulta que, como el mismo Buitrago o Patones, de los que ya he hablado en esta columna, Braojos cuenta desde este curso con un personaje, "su" personaje, al que debe cuidar porque es irrepetible. Se trata de Apuleyo Soto, poeta y periodista y librero (Premio Nacional de Librería), y otrora jefe del gabinete de prensa de la Universidad Autónoma. Apuleyo hizo muchas cosas bonitas, en el ámbito de la cultura, desde su librería García Lorca, de Alcobendas, a la que afirma, "se comieron las grandes superficies", así que pidió el reingreso como "maestro nacional", que decíamos antes, y ahí le tenemos, hecho un príncipe de la pedagogía, en Braojos. Instalado en la cincuentena, con su barbita y su fácil risa de siempre, Apuleyo es un faunillo bueno, como todos los faunillos dignos de tal nombre. Autor de numerosos libros, entre ellos Milú (el Platero de Apuleyo) cuida y enseña a sus siete niños con amor, como una madre barbuda, y les escribe versos: "Al monte van las vacas, ramoneando, con las moscas del rabo, colgando. Tolón, tolón, vaquitas de mi corazón...".

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