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¿Dos profetas?

En una carta del 7 de junio de 1787 a su amiga Carlota von Stein, Goethe pondera con entusiasmo el encanto de vivir en Roma, alude con elogio a las Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad de su amigo Herder y dice compartir con éste su resuelto progresismo. Sí: el triunfo de la razón y el empleo sistemático de ella harán óptima la vida humana. Mas para la sorpresa del lector actual, añade cierta reserva a esa coincidencia: "También yo tengo por cierto que la humanidad acabará venciendo; sólo temo que, a la vez, el mundo llegue a ser un gran hospital, y cada hombre sea el enfermero de otro hombre". Cien años más tarde, sin conocer el texto de esa carta de Goethe, Nietzsche escribirá, uniendo el sarcasmo al vaticinio: "¡Con qué admiración mira uno el futuro! ¿Hay en la tierra cosa más preciada que el hecho de emplear todas nuestras fuerzas en la humanización, en la mejora, en la creciente civilización del hombre? Nada más valioso que la virtud; la tierra llegará a ser un hospital; y así se habrá alcanzado la última conclusión de la sabiduría: cada hombre será el enfermero de otro hombre".Curiosamente, la genialidad serena de Goethe y la genialidad desgarrada de Nietzsche coinciden en el pronóstico: uno y otro piensan que el triunfo de la razón y la culminación del progreso traerán consigo la lacra de ver convertido el planeta en la suma de una mitad de inválidos y otra mitad de enfermeros. ¿Ha sido así? ¿Fueron Goethe y Nietzsche profetas de nuestro tiempo? Me apresuro a responder: sí y no.

Aunque el hecho innegable de que casi la mitad del gasto público se emplee hoy en subvenir las exigencias económicas de la Seguridad Social -dicho de otro modo: aunque la población activa tenga que pagar con su trabajo y sus impuestos el inmenso gasto que conllevan la enfermedad de los socialmente asegurados y una pervivencia no miserable de los jubilados menesterosos, de las viudas impecunes y de las víctimas del desempleo forzoso-, no convierte a las personas sanas y laboriosas en enfermeros, porque no son ellas las que directamente deben atender a los desvalidos, y aunque ese hecho de algún modo justifique la coincidente expresión metafórica de Goethe y Nietzsche, no es esto lo fundamental y decisivo. Lo fundamental y decisivo es que tal consideración impide entender adecuadamente la historia del mundo occidental a partir del siglo XVIII.

Durante él y después de él, el ansia de autonomía que surgió en las almas europeas en la baja Edad Media y en el Renacimiento se hace en ellas clara exigencia ética e intelectual -testigo máximo, Kant, con su célebre "Atrévete a saber!" y su severo concepto del deber moral-; y tras la Revolución Francesa y los movimientos obreros del siglo XIX, se trueca en conciencia del derecho a una vida políticamente digna y económicamente justa. Sólo por ser hombre, y más aún por ser trabajador, el hombre tiene derecho a una existencia mínimamente decorosa, a una educación que la perfeccione y, si enferma, a la asistencia médica que económica y técnicamente permita la sociedad en que vive. Basta mirar con atención la vida en torno para advertir lo mucho que el mundo occidental, y por extensión el mundo entero, ha hecho en nuestro siglo para dar satisfacción a ese triple derecho.

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Pero a la vez que, mal que bien, todo eso sucedía, la dinámica interna del progreso, tal como éste ha solido ser entendido, el constante incremento de la demografía y la considerable ampliación de la esperanza de vida han dado lugar:

1. Al fenómeno del paro forzoso. Mirado en su conjunto, el progreso de la técnica va reduciendo la oferta de mano de obra. ¿Quién, entre los promotores del suburbio obrero, allá en el alba de la revolución industrial, hubiese podido pensar que siglo y medio más tarde estaría "en el paro", como nuestro pueblo suele decir, un cuarto o un tercio de su población?

2. Al sucesivo encarecimiento de la asistencia médica. Asusta pensar en la cuantía del salto económico que desde el zemstvo de la Rusia zarista y las krankenkasen de la Alemania bismarckiana -las dos más antiguas formas de la atención social al trabajador enfermo- ha conducido al presupuesto de cualquier red hospitalaria actual, e inexorablemente conducirá a los presupuestos del futuro, si los Estados no se resignan a que la atención al enfermo quede obsoleta. Los datos acerca del coste de un tratamiento eficaz del sida -para colmo, no enteramente curativo- tienen que quitar el sueño a todo ministro de Sanidad política y éticamente responsable.

3. A que la conciencia de ser económicamente "enfermero a la fuerza" de los pacientes de la Seguridad Social y "despensero a la fuerza" de los pensionistas y los trabajadores en paro, con frecuencia perturbe el apetito de lucro y placer vigente en todos los niveles económicos de la sociedad, el del opulento y el del asalariado, y acaso conduzca a la tentación de revisar viciosamente los presupuestos básicos de la insuficiente, pero real aspiración a un Estado de justicia y bienestar que desde hace un siglo opera en las mejores almas de Occidente. La irritante y amplia realidad del fraude fiscal es la mejor prueba de cuanto estoy diciendo.

Dígase si antes y después del new deal de Roosevelt y del derrumbamiento interno de la Unión Soviética no es esto lo que ha sucedido en la historia de Europa y América. Nada más obvio para cualquier observador medianamente sensible. Lo cual, además de admirarnos ante la lucidez profética de Goethe y de Nietzsche, nos obliga a pasar de la obvia constatación de lo sucedido a la menos obvia faena de responder a esta grave e ineludible pregunta: "Y ahora ¿qué hacer?".

Pienso que la respuesta debe comprender dos momentos, uno de carácter ético y otro de orden imaginativo; tocante aquél a los "enfermeros" y relativo éste a la situación histórica y social que les ha impuesto esa condición.

Varón o mujer, todo hombre sano y laborioso debe aceptar con animosa resignación el deber de atender socialmente a enfermos y desvalidos. Debe pensar, en efecto, que el progreso en cuya virtud le es posible viajar en automóvil o en avión, veranear en Saint-Moritz o en Torrevieja y cenar con unos amigos en un restaurante de alto standing o en una democrática tasca es también el que ha producido el paro forzoso y ha hecho inevitables la socialización de la asistencia médica y el subsidio al parado y al pensionista. Y si el hombre es gobernante, deberá sentirse moral y políticamente obligado a procurar que el producto de los impuestos sea efectivamente empleado en lo que legal y oficialmente de ellos se haya dicho. ¿Quién podrá soportar sin protesta el ingrato deber que el fisco le impone, si sabe que otros lo burlan impunemente o que su dinero se gasta en provecho de quienes lo administran? ¿Quién aceptará sin rebeldía que una y otra vez repitan el tópico "hay que apretarse el cinturón" los que por su amplio poder o por su opulento peculio saben que muy bien ellos no han de hacerlo?

Y junto al momento ético de la respuesta, el momento imaginativo de ella. A fines del siglo XX, en todos los países del planeta, pero sobre todo en los occidentales, es tan necesaria como urgente una reforma de la vida social en cuya virtud desaparezca o descienda hasta un límite tolerable la cuantía del paro forzoso, se mitigue sustancialmente el cre ciente contraste entre los países ricos y los países pobres, se enseñe a los viejos sanos un modo de vivir que no sea la mera contemplación o el amargo padecimiento que la sociedad les impone y se reduzca al máximo el sentimiento de alienación de quienes sólo

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Pedro Laín Entralgo es miembro de la Real Academia Española.

¿Dos profetas?

Viene de la página anteriorpara no padecer miseria se ven obligados a trabajar. ¿Utopía? Lo sería si en la realización de esa reforma se viese el acceso de la humanidad a un Happy end de su historia, como postulaban los progresistas del siglo XIX. No lo es, en cambio, si se la ve como un recurso para salir de la sorda o sonora amenaza a que de varios modos -el económico, el ecológico, el político nos está sometiendo este cabo de nuestro siglo.

Políticos, economistas, sociólogos, médicos, juristas, analistas de la vida histórica, teólogos abiertos a la realidad del mundo, pensadores capaces de imaginar el futuro..., a todos ellos afecta este gravísimo imperativo de nuestro tiempo. Cuanto no sea decisión de cumplirlo, no pasará de un interminable "ir tirando". Yo, pobre de mí, no puedo pasar de enunciar, tal como los veo, algunos de los rasgos esenciales de una vida capaz de superar ese regusto amargo que deja la común profecía de Goethe y Nietzsche: la sencillez, la autenticidad, el amor a la realidad, la decencia en el quehacer y en el ocio de cada día. Y en la medida en que ella sea posible, porque no hay vida sin limitación y sin dolor, la alegre aceptación secreta del hecho de ser hombre.

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