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El doctor Pangloss en Maastricht

Hace unos años, un grupo de hombres amodorrados y sin lengua común en que entenderse, terminaron una reunión maratoniana dando su bendición política a un singular documento que, dicen, constituye, entre otras cosas, una fuente del derecho.Aquella noche, que quizá fue de Walpurgis, el saber jurídico, siempre modesto -pero nunca despreciable, retrocedió a los tiempos anteriores al Código de Hamurabi. Ya entonces se había iniciado la costumbre de ordenar sistemáticamente los preceptos. Claro es que esto es política, e incluso de la llamada alta, compañera de la chapuza tanto o más que la, lengua del imperio. La crítica desde este ángulo no sería, por tanto, procedente, ni sería.

Tampoco sería lícito criticar el hecho de que, en la mayoría de los países afectados, la adopción de los compromisos insertos en el sedicente tratado, se haya realizado sin un análisis más o menos serio. Ello ocurre en dichos países con otras cuestiones no menos importantes, y sólo Dios sabe por qué de unas cosas se debate y trata en público y de otras no, sin que exista ninguna razón que justifique tal discriminación. Criticar esto sería tanto como criticar al sistema y no se trata de ello.

Es un hecho que- esta decisión, de muy pocos, se quiere llevar a la práctica, no ya sin atender a razones, sino por encima de las tendencias, coyunturas y realidades ole los diferentes mercados, e imponiendo una supuesta razón de Estado sobre los principios del liberalismo político y económico, teóricamente tan en boga. Ello tampoco justificaría una crítica solvente. En la vida social, como en fisiología, lo habitual no se puede considerar patológico.

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Más objetable es el que, al margen de las estructuras europeas, que el centón de Maastricht dice reforzar, dos gobernantes concretos hayan asumido, ya sin pudor alguno, la dirección política de la Unión, con el carácter, no ole cónsules romanos, sino de éforos de Esparta.

Cuando, en los inicios de la Unión Americana, los gobernadores de Virginia y Nueva York pretendieron hacer algo parecido, aunque con menor grado de prepotencia, la reacción de sus colegas y de los incipientes órganos federales fue tal, que impidió este empleo abusivo del poder fáctico. No otra naturaleza tiene el de unos gobernantes que, actuando aisladamente y fuera de los Consejos de la Unión, no tienen legitimidad formal alguna para comprometer el futuro de Europa. Comportándose así, por muy poderosos. que sean y precisamente porque lo son, son poderes fácticos.

Los órganos de la Unión deberían tomarse más en serio a sí mismos si pretenden que se les respete a ellos y a la Unión misma y si dicen querer cumplir lo que precisamente ordena Maastricht. Son cuestiones de forma y por ello esenciales en política.

Por su naturaleza, de órganos de poder federal en ciernes, debieran dejar claro que cualquier decisión política adoptada fuera de los foros y procedimientos previstos es de suyo ilegítima. De no ser así, la Unión Europea, que por sus pasos un día deberá ser una federación o no será nada, podría convertirse en un arcaico condominio o coprotectorado franco-alemán. En él, a la larga, es probable que nuestro vecino acabara teniendo un papel similar al que nos cupo en otra ocasión protectora que todos recordamos. Cierto es que, en esto de los protectorados, hay protegidos a los que les va muy bien. El gran visir que firmó el protectorado marroquí continuó siéndolo hasta que murió de viejo, suprema aspiración de algunos políticos.

Se puede objetar que, siendo las relaciones subyacentes las que realmente son, esta cuestión se reduce a un punto, no ya de forma, sino de mera estética. Es posible que así sea. Sin embargo, es precisamente en las situaciones de desequilibrio fáctico, cuando el respeto a los derechos formales, aunque sean estéticos, se convierte para los menos fuertes en exigencia básica del propio interés y de su dignidad, en su caso.

Y luego está el problema final. Dice un proverbio marroquí que el que predice el futuro miente hasta cuando acierta. Comprometerse a un determinado comportamiento de las llamadas magnitudes, en unas economías libres, es decir, economías, es algo peor, es caer en la estafa o el falsiloquio permanente. Además, como en los protectorados, está el problema de los hechos diferenciales que en esta materia son hechos concluyentes.

Se nos dice ahora que la voluntad política es lo que cuenta y se sobrepondrá a todo porque la relación franco-alemana así lo exige. Es admitir que la cosa se hace por razones estrictamente políticas, que nos son bastante ajenas. Ello recuerda el episodio del rey sargento, padre de Federico el Grande. Ya mayor, gordo, autoritario y colérico, no admitía informaciones contrarias a sus deseos ni toleraba que le llevaran la contraria. Con ocasión de una crisis vascular, al parecer benigna, se negó a seguir cualquier indicación médica y ordenó (voluntad política) a su pulso que le obedeciera. El resultado fue el que se puede suponer.

Si en un hospital 15 pacientes, por muy europeos que fuesen, comprometieran la fortuna de sus familias a alcanzar las mismas constantes vitales para el 1 de enero de 1999 se les reputaría de descerebrados. Si además el equipo médico impusiera el mismo tratamiento para ese conjunto, en el que habría hipertensos al lado de hipotensos, por ejemplo, y les suministrase la misma medicina, serían procesados. De no serlo y continuar con la macabra broma, algunos pacientes llegarían a la fecha fatídica en estado comatoso, o no llegarían. Este resultado se debería tener en principio por, nefasto, salvo que las autopsias las realizara el mismísimo doctor Pangloss, de quien se supone que ahora vive en Maastricht,y ejerce en Bruselas.

Pero no hay que preocuparse, nos dicen los más avisados, porque a todos dejarán que maquillen sus números. Lo de las condiciones rígidas era una broma. Nadie habrá de pasar de la UVI. "Contabilidad imaginativa" llaman a la figura. ¿Sabes en qué veo que las comiste tres a tres?" -decía el ciego a Lazarillo- "en que comía yo dos a dos y callabas". Buena estrategia la de Lázaro en aquella ocasión de la uva común y el racimo único. Ahora, que si todo va a terminar en picaresca, ¿qué solidez tendrá la moneda única? ¿Resolverá algo? ¿Nos quedará manera de competir o traerá algún cataclismo? En definitiva, todo esto, ¿para quién y para qué?

En cualquier caso, no se trata de detener algo tan serio como el curso de la historia. Si, al menos, fuera otro curso más modesto... Pero no, si hay que ir a algo tan incómodo como el lecho de Procusto, se va; ahora que, eso sí, por lo menos que sea sólido y lo ponga el propio Procusto.

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