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Aporías rusas

Por esencia o por formulación, es aporía aquel problema que especulativamente resulta insoluble. Unas veces, porque su análisis nos conduce a soluciones excluyentes entre sí; otras veces, porque la misma verbalización rigurosa consagra la parálisis de todo pensar y de todo hacer. Así, por encima y por debajo del baile del Kremlin que fija en estas fechas la atención mediática y el consabido bosque de pronósticos, sondeos y análisis, late la espesura de unas dificultades iniciales que enturbian la percepción, falsean los términos del debate y casi vacían de contenido las reglas del juego. Los periodistas y los expertos patentados no suelen sopesarlas, y por eso las crónicas de la actualidad rusa se vuelven repetitivas y ancladas en la superficialidad: ¿cómo coordinar tantos datos y a qué principios de interpretación subordinarlos? En su epistolario Entre asile et exil, el gran ensayista Predrag Matvejevitch, hijo de ruso y de croata, apunta lapidario que "tras Sájarov teníamos el derecho a esperar a Montesquieu. Nuestra espera ha sido vana" (carta a Josif Brodsky de 1991). Quizá sea ésa una fórmula cifrada para rechazar la bulimia informativa, la superstición legaliforme de la historia y el fuego fatuo del voluntarismo. Sirva aquí como síntesis de estas tres cruciales aporías rusas que paso a señalar al lector.La primera es la aporía de Nüremberg. En tiempos de consagrado cinismo, su sola mención excluye a quien la haga suya del campo de los interlocutores prácticos y viables. La posmodernidad mostrenca, el pensamiento único y lo políticamente correcto acotan el discurso político dentro de unos lindes que imposibilitan la comprensión de la realidad histórica, en aras del mero registro de nombres propios y del puro cálculo de beneficios contables. Es lo propio de un Occidente rapaz que no desea entender ni entenderse. He aquí el dilema: ¿cabe acceder a la regeneración comunitaria y al saneamiento cívico de una sociedad enferma, sin que medie una ruptura verdadera con su pasado criminal? Por ruptura verdadera entiendo aquí la catarsis resultante del enjuiciamiento público del crimen. Su condena y el castigo de los culpables, aunque simbólico en cuanto a cantidad y calidad, valen al menos para desenmascarar a las personas reales y jurídicas con cuya participación jamás habrá de contarse en el futuro. En otras palabras, vale para saber quién es quién y precaverse contra la mejor arma de los tiranos, o sea, la amnesia de sus víctimas. Las reservas técnicas que se formularon y se formulan contra el tribunal de Nüremberg son varias y graves: composición de los jueces, retroactividad en la tipificación de los delitos y otras. Sin embargo, el mayor fracaso de aquel tribunal fue el no haber sentado tradición: ¿por qué no iban a subsanarse tales deficiencias si, como todo instrumento humano, hubiera sido perfeccionado por el uso? ¿Ante qué corte internacional, con poderes reales, reconocidos e inapelables sentar a Pol Pot, Pinochet, Castro, Milosevic, los secuaces de todos ellos y esa larga lista de mandamases impunes que el lector ya tiene en mente? Salvados casos extremos como los de Karadzic y Mladic, la respetabilidad que regímenes y políticos se otorgan generosamente entre sí hace que tal sindicato de socorros mutuos les ofrezca comprensión y amparo. A mi juicio, cumple a la opinión pública batallar por que esto no sea así, si el ciudadano de veras aspira a una real madurez democrática. Pues bien, tras décadas de expolio, chantaje a la población, monopolio institucionalizado de la mentira, envilecimiento y ruina de un país inmensamente rico y creador, ¿qué Nüremberg juzgó a la cúpula soviética y desenmascaró e inhabilitó a esa nomenklatura tan hábil para metamorfosearse en demócrata con galas de neoliberalismo de bazar? ¿Por qué nadie con autoridad, en Rusia y fuera de ella, puso reparos cuando los antiguos apparátchiki comenzaron a presentarse, en plástica expresión de Alexandr Zinóviev, como "disidentes en el poder"? Cierto, una sombra de intranquila conciencia en los nuevos amos de Rusia bosquejó algunos remedos de juicio. Paradigmático entre ellos es el que en la primavera de 1992 los comunistas prohibidos por el ex comunista Yeltsin protagonizaron ante el Tribunal Constitucional de Moscú. Pondérese este testimonio: "A distancia, se podía creer en una broma de mal gusto: un grupo de antiguos comunistas intentaba un proceso contra un grupo no menos comunista, ante un tribunal cuyos miembros eran todos antiguos comunistas, sobre la prohibición de su antiguo partido. Y esto acaecía en un país en el que sensu stricto no hay otra Constitución sino la Constitución soviética que no se consigue sustituir y en la que nuevas enmiendas se introducen sin cesar. ¡Pobre Kafka con su imaginación mezquina, pobre Hegel con su noción pueril de la dialéctica!". Ignoro cómo se podría contradecir aquí a Vladímir Búkovski, en cuyo devastador libro Jugement à Moscou (1996) he espigado este episodio. Y es que Rusia es muy vasta y muy compleja: ¿cómo hubiera sido viable un tribunal internacional en un mundo bipolarizado y cómo desenmarañar aun hoy la madeja de responsabilidades basales y vicarias con las que el régimen soviético siempre había sabido protegerse desde el interior e incluso en connivencia con sus adversarios exteriores? Más aún: ¿cómo organizar y dominar una catarsis que iniciara la regeneración del cuerpo social sin desatar con ella un seísmo de venganzas y enfrentamientos generadores de nuevos agravios y crímenes? Quizá alguien argumente aquí que, según el difundido concepto weberiano, la ética de la responsabilidad propia de los políticos desaconsejó -tras reflexión y estudio- aventurarse por tal senda. No seré yo quien arrebate a mi contradictor el derecho a la ingenuidad, si de veras cree que categorías sociológicas de tal especie son aplicables a taifas palaciegas educadas en la mendacidad, rebosantes de ambición y duchas en toda intriga y artimaña. Desde el fin de la era de Gorbachov hasta la consolidación del actual régimen, ¿qué otra constante se manifiesta en el traspaso y conservación del poder sino el secretismo y el relevo de una parte de la nomenklatura por otra, diversificada ahora en funciones y cargos? Por eso se impone esta conclusión: para la regeneración de la sociedad rusa, un proceso de Nüremberg era a la vez insoslayable e imposibe, constructivo y destructor, benéfico y letal. Tras una capitulación sin condiciones en 1945, Alemania hubo de pasar por ese trance para reingresar en el grupo de países civilizados. No sólo es un vil prejuicio racista, sino también una falsedad histórica el pretender que la nación rusa no puede ser acreedora de tales exigencias. Los rusos ni son marcianos ni portadores genéticos de tiranía o barbarie. Este nudo gordiano hipoteca su presente y su incierto futuro y nos conduce a la segunda aporía.

Llamémosla la gestión de lo heredado, y la abordaré mediante Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior una ficción que quizá ilumine la realidad. En su novela La isla de Crimea (1981), Vasily Axiónov fabula que, por cubrir las aguas el istmo de Perekop, los bolcheviques no pudieron conquistar ese territorio del mar Negro en 1920. Por esta razón, un Estado ruso ajeno al soviético había florecido y perdurado durante todas estas décadas. Pues bien, si tal apólogo fuera realidad y la demografía de los rusos de Crimea hubiera sido la adecuada, se contaría hoy con una población educada en, prácticas democráticas y unas capas rectoras que sí conocerían las técnicas de trabajo y gestión de una comunidad próspera homologable a la de otros países. Tales gentes serían, sin embargo, rusos por sensibilidad, cultura, lengua y tradiciones, y no sucumbirían ante ninguna occidentalización postiza y maniaca. Valga lo que valga esta fantasía, el interrogante al que apunta es: ¿de dónde han salido y de dónde pueden salir en el previsible futuro los grupos gestores de la Rusia postsoviética? La respuesta es conocida: de la nomenklatura reciclada. ¿Cuál era y es el más rentable capital del apparátchik impune? El avezado conocimiento del laberinto expoliador del antiguo régimen, las relaciones personales tan decisivas en tiempos de mudanza, la información privilegiada sobre cada paso, lugar y ritmo del. brutal plan privatizador de Gaidar y sus cómplices en el reparto del botín iniciado en 1992, el acceso a los negocios occidentales en empresas mixtas y el hampa inmobiliaria, etcétera. Más tarde -ahora- la adquisición mafiosa de bienes y servicios en Occidente y el traspaso a él de capitales siempre bien venidos no dejan a tal grupo a la zaga al compararlo con los clanes europeizados del Zaire de Mobutu. ¿Por qué extrañarse o lamentarlo hipócritamente desde un Occidente voraz que nunca ha vacilado en servirse de tales intermediarios? Recuerdo cómo, en años aún de indecisión, me comentaban a guisa de ejemplo que ciertas familias de Smolensk "ya se habían construido dos dachas, y se habían comprado el vídeo, el coche, el computador y la cadena musical". Algo se barruntaba, y ni. a adquiridores ni a testigos les turbaba ninguna ficción de leguleyo: ¿que importa la inexistencia de propiedad de riquezas colectivas si su administración bastaba para transmutarla en riquezas personales? Por eso, la aparición del nuevo rico en Rusia, ostentoso y burdo, es un fenómeno con frecuencia mal interpretado. ¿Cuántos son de verdad nuevos, salvo en unas, apariencias que el anterior embuste igualitarista compelía a ocultar? El rico vergonzante bien situado dentro del PCUS o sus aledaños y el rico escandaloso con impecable aval democrático de hoy son muchas veces la misma persona, o persona allegada por cargo o parentesco.

El propio Víktor Chernomyrdin reúne en sí la pertenencia a los tres grupos de rigor: la vieja nomenklatura soviética, la nueva nomenklatura yeltsiana y la patronal del complejo energético; lo mismo vale para Olef Soskoviets y el complejo metalúrgico. Otro ejemplo extrapolable: fuera de Rusia, de las 11 repúblicas que constituyen la CEI, sólo en una -Armenia- el presidente actual no fue nunca miembro del PCUS. ¿Qué inferir de todo ello sino la tenaz permanencia del clientelismo gansteril y de ese nepotismo que no sólo sobrevive a las mutaciones en la superficie política, sino que la fiebre de la rebatiña neoliberal amplía y robustece?

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No faltan, sin embargo, apologetas de la situación. Señalan, entre la resignación y el alivio, que una clase gestora o administrativa no se improvisa ni cae del cielo, y que por eso es preciso fiarse de los saberes acumulados por la vieja nomenklatura en sus décadas de domino del país. Esta argumentación, empero, pretende ofrecer una vela a Dios y otra al diablo.

Por un lado, es indudable que en términos de protección social, garantía de empleo o asistencia sanitaria y educativa -por precarias e insuficientes que fuesen-, la mayoría de la población percibe la gestión de la antigua nomenklatura como más eficiente que la actual: ¿cómo si no explicar los excelentes resultados de Ziugánov en las urnas a pesar de la descarada maquinaria manipulativa de Yeltsin y su corte? De las autoridades del partido, corruptas y cínicas, no se esperaba gran cosa, cierto; pero de las actuales no se espera absolutamente nada: de ahí el darwinismo social imperante y la asimilación popular del poder con los mafiozy y spekiulanty de todo tipo. ¿Dónde se manifiesta entonces, dada la devastación económica del país y la anomia social, ese saber comunitario de los antiguos administradores si se reconoce que son los nuevos? ¿Y no son esos presuntos conversos a la democracia los que han de conducir a la nación hacia el paraíso del mercado? Así que, como no existe mutación genética ni educativa en la historia contemporánea, expresaremos la segunda aporía de este modo: para Rusia, la aparición de nuevos gestores era imprescindible y quimérica; la permanencia de los antiguos es una garantía de precaria estabilidad y un lastre cívico que socava la estabilidad misma. O sea, la especulación nos lleva a necesidades encontradas.

Llamo a mi tercera aporía la generada por la ayuda eterna. Sobre ella bastarán unas palabras, pues no hace sino reflejar a escala rusa un problema conocido y estudiado en otras latitudes. Tras su victoria en la guerra fría, Occidente parece haber acudido en socorro de la Rusia postsoviética mediante los canales de inversión en empresas e intentos de apertura de mercados, y mediante préstamos y negociaciones con el FMI e instituciones afines. Se trata, afirman, de crear riqueza. Esta expresión, que pertenece a las palabras fetiche de cierta jerga, puede hacer sonreír en la pluma de un Vargas Llosa, pero en los labios y manos implacables de Gaidar y los seguidores de Hayek o Friedman en Rusia no deja de causar terror, como cualquier estudioso puede ver sobre el terreno o inferir cotejando las recientes estadísticas de natalidad, mortalidad, morbilidad, suicidio, etcétera. Los voceros sacerdotales de tal "creación de riqueza" suelen ser muy precisos a la hora de dinamitar la protección social existente, pero sospechosamente vagos si se les pregunta para quién se crea riqueza, o, una vez creada, cuándo y cómo se procederá a repartirla. (Notable reflejo especular de sus adversarios: el reino del comunismo llegaría también en un futuro brumoso). Pues bien, fracasadas ya las esperanzas de los planes de choque de 1992 y 1993, la caída del producto nacional bruto a la mitad o la disminución de la esperanza de vida por debajo de Indonesia o Libia, lleva a instituciones como el FMI a repetir año tras año la misma táctica de préstamos escalonados, condicionados siempre a los dictados del credo neoliberal. La situación de una Rusia que ni siquiera puede autoabastecerse en alimentos conduce así a una dependencia inevitable de tales ayudas que consolidan el régimen de Yeltsin. Pero no hace falta discurrir mucho para concluir que nadie en Occidente vería con buenos ojos o permitiría el saneamiento económico de un país que pudiera convertirse mañana en un competidor serio dentro de un mercado cuyos papeles ya están repartidos. Si como superpotencia militar la Unión Soviética perturbaba, como eventual potencia económica Rusia es hoy del todo indeseable. ¿Qué hacer entonces? Mantener el astuto equilibrio de una ayuda que, por ahora, cumpla estos dos objetivos. Primero, evitar la tercermundialización definitiva del país, la cual haría peligrar la mayoría de los negocios y sería foco de conflictos y convulsiones sociales imprevisibles. Segundo, fiscalizar la actividad económica y orientarla de forma que no entre en concurrencia con el mercado occidental. Por eso, la emergencia esperanzadora de unas capas medias no comprometidas con el cenagal hampón de la alta finanza es quizá la única concesión sana en la redistribución y creación de las inmensas fortunas procedentes de la privatización; en modo alguno se trata de una política sistemática alentada desde el poder.

Estamos ante las salpicaduras de los grandes capitales acumulados en un vacío legal. No debe confundirse -ni en ética ni en economía- la filantropía con las migajas del banquete de Epulón. En tales condiciones de catástrofe y saqueo la ayuda externa se revela así imprescindible y asfixiante, consolidadora de los actuales dirigentes y, a su pesar, portadora del recambio si algunos grupos económicamente activos consiguen afianzarse al margen de la corrupción.

Las grandes trampas de toda transición se agigantan, pues, en Rusia. De la solución o del largo rodeo de estas aporías pende el porvenir cargado de amenazas. El resto, en palabras del poeta Nikolai Gumiliov, son "palabras muertas" (miórtvye slová) que sólo apuntalan la mendacidad de los poderosos: desde Lenin y su Ciudad Carnívora a Yeltsin y el genocidio checheno. ¿Cuándo soplará, sobre tantas palabras muertas, el hálito de la ansiada, resurrección?

Antonio Pérez-Ramos es doctor en Filosofía por la Universidad de Cambridge. Ha estudiado Filosofía Eslava en Cambridge y Moscú.

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