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Mano a mano

Al poeta y pintor José Moreno Villa, cuando ya estaba en el destierro, le dio por dibujar la mano derecha de doce escritores mexicanos. Me acordé de aquellos dibujos, pulcros y habladores, paseando ayer tarde por el recinto de la Feria del Libro de Madrid, donde algunos autores se afirmaban con la dedicatoria en la mano. Moreno Villa, nos lo aclara él mismo, abordó esa aventura desde el respeto que siempre había sentido por las manos capaces de crear algo excepcional para el espíritu. El malagueño pensó en los musulmanes, "posibles antepasados míos", y en su pasión por esculpir la mano escrutadora de Fátima en las claves de los arcos. Y hasta se dijo, mientras las dibujaba, que era una lástima que no se conservasen las manos inventivas, igual que en la Edad Media se embalsamaban, siendo objeto de culto, los corazones de los héroes y de los santos. Confiesa, en fin, Moreno' Villa que siempre que se encuentra delante de algún cuadro con la figura del Supremo Hacedor, lo primero que hace es fijarse en sus manos: "Y me pregunto: ¿serían así?"Sin limitarse al arte y sin entrar en lo religioso, también a Moreno Villa le daba por recordar a sus maestros y amigos a través de sus manos, igual que si, a la hora de evocarlas, llegaran a tocar las suyas . en signo de amistad. Pero fueron las manos de Unamuno lasque más hondamente le impresionaron: "Parecían de nuncio, apostólico, bien comido y bien lavado. Gordezuelas, suaves, blandas, sonrosadas, escurridizas; de afilados dedos, como para manipular con cosas leves y menudas". Y afina lo que trae entre manos: "Por algo cultivó la cocotología. Y llenas de intranquilidad: por algo cultivó el amasijo constante de la miga de pan". Así concluye: "Siempre pensé que ambas actividades sustituían en él a la actividad digital que exige el cigarrillo. Si hubiera fumado, no hubiera consumido energías en lo uno ni en lo otro".

Digital. Dentro de ese apartado, en un libro recién aparecido, Memoria (Tecnos, 1996), José Jiménez escribe: "Todo empezó con las manos. Cuando dejaron de ser parte indistinta. De un cuerpo sin reflejo. Entonces se encendió la mente. Vi las manos". Y en Esos cielos (Ediciones B, 1996), Bernardo Atxaga se detiene en la reproducción de un fragmento del fresco de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, regalo de una reclusa argentina que se queda a otra, vasca, que ya se marcha: "Había un detalle, sobre todo, que para ella tenía gran importancia: el vacío entre los dos dedos. A pesar del esfuerzo que tanto Dios corno Adán parecían hacer, sus índices no lograban tocarse. Por muy poco, un espacio mínimo, pero no se tocaban".

Manos a punto de tocarse. O las manos inicuas, cantadas por Bartolomé Leonardo de Argensola, que vibran al dar palmas de victoria cuando triunfa lo injusto y se regocijan. Y las manos suicidas de Màrio Sá-Cameiro, refugio de ternura al pulirse las uñas. O las que le faltan a algunas heroínas de Gustavo Martín Garzo, dispuestas a colmar esa carencia con creces. Manos diurnas, las de Pablo Neruda. Para Auden, manos de tintorero. Sucias, dubitativas entre el fin y los medios, las de Sartre. Y sucias, de distinta manera, las de Antonio Machado: "Nunca las vi limpias", anota de pasada Moreno Villa, no sin recordar la defensa que de esto hiciera el padre del poeta ante don Francisco Giner: "La corteza defiende al árbol".

Y ahora nos llega la amena erudición de Jean-Yves Tadié en su Marcel Proust (Gallimard, 1996), poniendo en limpio todo lo que el refinado narrador francés tachó a mano. Por ejemplo, un pasaje voluptuoso en una habitación cerrada con llave, por cuya ventana se asomaba, mirona, la rama de una lila. Con el perfume de las lilas, la mano se agitó y, al término, cayó sobre la rama, asustándola, "una huella natural y plateada, como hilo de araña o baba de caracol".

Se le fue la mano. Igual que en el despecho a Gardel: "Nada debo agradecerte, mano a mano hemos quedado. / No me importa lo que has hecho, lo que hacés ni lo que harás".

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