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Un resplandor en el misterio de las cosas

Acaba de morir, en la ciudad de México, Jaime García Terrés, poeta que iba a cumplir 72 años de edad el próximo día 15 de éste nubloso mes de mayo. Hombre de letras, como tanto se ha repetido en vida para intentar hacerlo abarcable, García Terrés tuvo a su cargo un sinfin de actividades culturales: subdirector del Instituto de Bellas Artes, coordinador de la revista México en el arte, director de Difusión Cultural y de la Revista de la Universidad de México codirector de México en la Cultura (suplemento de Novedades), miembro del Colegio de México, director del Fondo de Cultura Económica y de La Gaceta, hasta terminar siendo director general de la Biblioteca de México y de su excelente revista. Y, con todo, tuvo tiempo para escribir libros de poemas (Las provincias del aire, Los reinos combatientes, Todo lo más por decir), crítica literaria (Panorama, Poesía y alquimia. los tres reinos de Gilberto Owen), traducciones (Baile de máscaras), antologías (Cien imágenes del mar), memorialismo en ráfagas (El teatro de los acontecimientos), crónicas, y ensayos: Grecia 60: poesía y verdad, La feria de los días, Los infiernos del pensamiento y Reloj de Atenas. Y, cuando estuvo de embajador en Grecia, trabó amistad con Giorgos Seferis y tradujo al español muchos de sus poemas. Era, en fin, representante de esa generación mexicana del medio siglo, en la que figuran también Rosario Castellanos y Jaime Sabines, empleada a fondo, al decir de José Emilio Pacheco, en no perder contacto con la realidad.Pero la realidad de Jaime García Terrés, viajera e imaginativa, procedía de ese escarmiento que se esconde en los grandes libros, cuando el que escribe se confiesa incapaz de cosechar algún día "la gula de vivir en cuerpo 37 alma". Tal punto de partida no le impidió cantar con sabiduría y templanza. Desde el principio, se fijó en el pudor de los muertos, en sus resbaladizas alusiones, en su amable desdén. Y repetia: "¡Qué sé yo de los muertos!". Algo sabía, pues pronto comprendió que a Giordano Bruno no le bastaron "los libros, las galas, los volcanes / ni los astros que visten esplendores ajenos"; quiso ver el sol cara a cara, mirarlo de igual a igual, abismarse en la luz. Bajo esa luz, la del conocimiento ("un corazón de luz") escribió García Terrés su sobria fe en una palabra convicta de ser carne y en un cuerpo que siempre es un fantasma. Hacia 1987, Alianza Editorial, entonces al cuidado de Javier Pradera, publicaba en España una recopilación de esos poemas escarmentados, Las manchas del sol, que acaso sea el momento de volver a airear entre nosotros.

Desde el primer encuentro, en abril de 1974, al último, en julio del año pasado, Jaime García Terrés me recordaba a uno de aquellos yoguis, evocados por María Zambrano a la hora de hablar del conocimiento poético, que los soldados de Alejandro el Magno encontraron al llegar a la India. Se hallaban en los bosques, confundidos con los mismos árboles a causa de su rigurosa inmovilidad contemplativa, al punto que en sus hombros anidaban, tan campantes, los pájaros. Mas lo que era allí renuncia y carencia, aquí se transformaba en extrema atención (garabato, visaje, epigrama, todo cazado al vuelo) y en tropical expansión de raíces aéreas. Con consecuencias múltiples -y los libros en lugar de pájaros-, pues sólo la indolencia puede tramar tal cantidad de cosas con tal de enmascararse.

Nunca se olvidó Jaime García Terrés de un libro que leyera en su infancia, Einstein y el universo, que llevaba este subtítulo: Un resplandor en el misterio de las cosas. Junto a las caracolas marinas atesoradas por su esposa, Celia, libros amarillentos o recién nacidos, pinturas de Vicente Rojo o Gunther Gerzo y un montón de fotografías de amigos, García Terrés no podía olvidarse del resplandor de todas las cosas que pertenecen a la realidad del misterio. Como tampoco yo puedo olvidarme de su última dedicatoria: "Un recuerdo más de este país salvaje". El suyo y el nuestro, por más que nos digamos: "¡Qué sé yo de los muertos!".

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