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Tribuna:CRÓNICAS
Tribuna
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El artículo de Savater

Juan Cruz

Si alguien ha sido paciente con el insulto, y valiente ante él, ése es Fernando Savater. Lo que no se entiende es cómo ha podido conservar el sentido del humor, e incluso el silencio, en medio de esa caterva de improperios que le han lanzado desde todas partes simplemente porque ha unido la brillantez de su pensamiento con el ejercicio sensato de la tolerancia.Para él, la tolerancia significa conservar adversarios e ignorar enemigos, y éstos, quizá hartos de no existir para él, le han llamado de todo. El otro día, además, le quisieron leer las manos con un desprecio verdaderamente abyecto, y eso debió, sin duda, colmar el vaso de la infinita paciencia del filósofo, porque saltó herido, rabioso, pero siempre lleno de sentido común y de sentido del humor, con un artículo que publicó este periódico el último martes y que tituló Perfil de un chantajista.

Lo bueno de los artículos de Savater, muchos de los cuales circulan en libros y pueden ser un hermoso breviario para entender la vida, es que siempre traducen lo que uno está pensando de las cosas, aunque se discrepe de ellos. Tiene la fuerza y el vigor de lo que ha sido pensado y vivido y, como la buena poesía, siempre se parece bastante a lo que entendemos por la verdad profunda de las cosas.

Este país ha luchado denodadamente por despreciar la sensatez, y algunos la mantienen contra viento y marea; Savater está entre ellos, porque sus juicios sirven para aclarar nuestras propias ideas y, tantas veces, para que consideremos que gracias a lo que él escribe nosotros no tenemos que decir nada. Artículos como los suyos -y como ése del martes- llenan el hueco del estómago ante la rabia que produce cuando se siente sobre las personas la impunidad Viscosa de los insultos. Cuando gente como Savater pone las cosas en su sitio es como si hubiéramos respondido muchos.

Ahora aparece en Planeta un libro en el que Savater y Juan Arias conversan sobre "el arte de vivir". Es un nuevo ejercicio de sensatez filosófica y cívica, la que le hace a Savater estar en foros distintos, atacando siempre la humillación que sufren las buenas palabras y el miedo al que se somete la vida. Su vida es una lucha contra todas las amenazas, y como se escurre, libremente, como nadie le puede controlar, domesticar o engañar, tratan de untar su nombre con el desprecio. Polemizó muchas veces, pero jamás se había indignado tanto: es que quizá se indignaba en nombre de muchísima gente, damnificados de la ignominia, del lugar común y de la falacia. No resulta extraño, pues, que cuando uno terminó de leer ese texto sintiera que no había sido la mano -limpia, por cierto- de Savater, sino muchísimas manos las que le dieron su firma.

El mismo día en que aparecía ese artículo hablaba Antonio Muñoz Molina en el Museo del Prado, ante cuatrocientas personas que le escuchaban reflexionar sobre un cuadro tremendo, Los fusilamientos de la Moncloa, de Francisco de Goya. Otro de los sensatos de nuestro tiempo, el escritor de Úbeda habla también con esa poesía esencial que tiene la experiencia de haber leído y de haber vivido plenamente aquello sobre lo que se está opinando. Como si quisiera comprender toda la historia en uno de los grandes fotogramas de la pintura española, hizo en realidad una descripción del turbio efecto que sobre la sociedad tiene, la sinrazón. Sobre la pintura de Goya -y lo decía el sordo- pintó el tiempo, y ahora sigue pintando sobre ese cuadro impresionante el tiempo que vivimos, y por eso la reflexión de Muñoz Molina, que tenía sobrecogidos a los estudiosos de Goya que le escuchaban, no era sólo sobre los fusilamientos del 2 de mayo de 1808, sino sobre esta diatriba diabólica en la que se ha convertido la conversación nacional, la necesidad del entendimiento. "No se puede mirar, dan ganas de taparse la cara, de volver la vista hacia otra parte, decía Muñoz Molina, robándole palabras a los títulos del gran titulador de la pintura española, y concluía los veintiún folios apretados de su discurso: "Pero hay que seguir mirando siempre con los ojos de testimonio y vaticinio de Francisco de Goya".

Sobre la memoria del escritor, la terrible descripción de otro suceso ignominioso, cuando hace dos semanas "un hombre que está sentado en su despacho, hablando por teléfono y repasando unos papeles, oye abrirse la puerta y levanta los ojos y en el último instante de su vida mira la cara de quien va a asesinarle". En Madrid, en San Sebastián, en las aceras o sobre el pavimento de cualquier ciudad, decía Muñoz Molina, "hay manchas de sangre que al secarse adquieren el color sucio y seco que tiene la sangre en la cabeza de uno de los muertos de Goya".

La historia está ahí para que no se repita, y hay gente que piensa sobre ella, que la tiene en la memoria para recordarla y para guardarla. A veces, en medio de la historia, surge el desprecio, y a veces se desata sobre la mesa de los periódicos la ira de los sensatos ante los que no se miran sus propias manos antes de escribir. Y la gente se indigna probablemente porque ya no se puede más y dice basta ya y muestra sus manos blancas.

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