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El día que murió la música

Una biografía y un disco homenaje recuerdan la figura de Buddy Holly,

Diego A. Manrique

Un gélido día de febrero de 1959, una avioneta se estrellaba en Mason City (lowa). Fallecían el piloto y los tres ocupantes: Buddy Holly, Ritchie Valens y The Big Bopper. La muerte de los tres intérpretes de rock and roll impactó fuertemente en los jóvenes de medio mundo, inspirando numerosas canciones; en American pie, Don McLean hablaba de aquella jornada como "el día que murió la música".McLean no es el único que ha rendido tributo a Holly. En estos días, se edita el enésimo libro dedicado al cantante, Buddy Holly.- a biography, uno de esos textos a la moda, que buscan desmitificar al artista con malicia y rumores distorsionados. También se publica un disco de tributo, Not fade away, otro más a añadir a la larga lista de los que ofrecen sus canciones en anhelantes interpretaciones de artistas contemporáneos.

Not fade away se abre con una de esas operaciones necrófilas de cirugía sonora, a lo John Lennon y Free as a bird: The Hollies arropan en moderno la voz original de Holly en Peggy Sue got married. El resto son versiones respetuosas a cargo de figuras del country más roquero (The Mavericks, Joe Ely, Steve Earle, Mary Chapin Carpenter) más grupos históricos (The Crickets, The Band, Los Lobos) y admiradores británicos (Dave Edrnunds, Mark Knopfler). Este último manifiesta la frustración general: "no puedo dejar de pensar en la música que estaría haciendo ahora, a punto de cumplir los 60 años".

Lo extraordinario de la carrera de Buddy Holly es que sólo fue famoso durante año y medio y, a pesar de las constantes giras, dejó grabadas docenas de canciones memorables. Hasta sus maquetas caseras contenían joyas que, convenientemente acicaladas, llegaron póstumamente a las listas. Pero, tanto como su creatividad, fascina el misterio del personaje.Fuera prejuicios

Aunque nacido en Lubbock, una pequeña ciudad de Tejas conocida por su conservadurismo y la abundancia de iglesias, se desprendió pronto de prejuicios racistas: en vez de casarse con Peggy Sue, lo hizo con María Elena Santiago, una puertorriqueña que conoció en Manhattan. Un incidente en una tienda de Lubbock, donde se negaron inicialmente a servir a María Elena, aceleró la marcha del matrimonio, que se instaló en un apartamento del bohemio Greenwich Village neoyorkino: allí, Holly quería iniciar una nueva fase de su carrera, trabajando con músicos de jazz y flamenco, experimentando. No tuvo apenas tiempo para hacerlo.

Ha costado, pero en su ciudad natal ya se empiezan a reconciliar con el hijo pródigo. En 1980, tras estrenarse la película The Buddy Holly story, el ayuntamiento erigió una estatua -bastante birria, por cierto- a su antiguo vecino. Ahora, Lubbock ha adquirido 156 efectos personales de Buddy con la intención de montar un pequeño museo en su memoria y atraer turismo hacia el desolado Llano Estacado, donde está situada Lubbock.

No es un disparate: después de todo, Bob Dylan o Paul McCartney, que nacieron unos seis años más tarde, todavía siguen en activo. McCartney dio uno de sus mejores golpes empresariales al comprar en 1976 los derechos editoriales de las canciones de Holly. Todos los años, coincidiendo con el aniversario de su muerte, el beatle organiza una Semana Buddy Holly, con conciertos y otras actividades lúdicas. Un capricho de McCartney, ya que Holly no necesita promociones rebuscadas.

Buddy, un musical basado en su vida, se eternizó en la cartelera londinense. En 1993, una recopilación titulada Words of love llegaba al primer puesto de las listas británicas: nada sorprendente, desde los años cincuenta, todas las décadas han visto una antología de temas de Holly en el número 1 del Reino Unido. El inocente romanticismo de sus letras y la frescura de una música recién nacida siguen constituyendo una imbatible combinación.

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