Cela: "Vargas Llosa crea otros mundos para corregir las limitaciones de éste"
El texto del discurso de Cela es el siguiente:"Entra hoy en nuestra casa un escritor, suceso que, quizá por no agobiadoramente sólito, deberíamos señalar con piedra blanca y disparando cohetes de alegría. De pasada y como en un aparte teatral, os recuerdo, señor novicio, que fuisteis presentado por los tres más antiguos individuos de número de la Academia, y la antigüedad, según pienso y se dice en la milicia, es un grado.
Os deseo, excelentísimo señor don Mario Vargas Llosa, que entréis con buen pie en esta atalaya desde la que se vela por la correcta salud y opima cosecha humana y literaria de la gloriosa lengua española, tan zarandeada por tirios y troyanos ante la irresponsable indiferencia de los administradores del procomún. También pido a los clementes dioses que os concedan muy larga vida para que podáis sentaros tiempo y tiempo en la silla que os ha correspondido tras las ionesquianas piruetas -el adjetivo es vuestro, don Mario- que acompañaron al alumbramiento académico que hoy culmina y se perfecciona.
Señores académicos: Mario Vargas Llosa, español del Perú, acaba de hablamos de Azorín con muy medidas y sagaces palabras. A nadie, que en estos momentos recuerde, había oído comentar la figura y la obra del maestro de Monóvar con tanto fundamento y brillantez como a nuestro recipiendario, si hago omisión del maestro Ortega, en su diáfano ensayo Primores de lo vulgar concitado por nuestro recipiendario, y de la honda e inteligente glosa que le dedicó el alto poeta y eximio profesor Pedro Salinas en sus clases de literatura española contemporánea en la Facultad de Filosofía y Letras de la entonces Universidad Central; en el tiempo inmediatamente anterior a la guerra civil. Y en esta casa quedan, por fortuna, dos testigos de aquel curso memorable.
Vargas Llosa acaba de decirnos que leyó por vez primera a Azorín en su último año de colegio, allá en la calurosa y remota tierra de Piura, tan distinta, de la cervantina ruta de Don Quijote, cuya crónica literaria fue publicada hace ya noventa años pero sigue aún fresca y lozana, quizá fuera mejor decir inmarcesible, pese a todo el accidentado y devorador tiempo transcurrido. Nos dice quien acaba de deleitarnos con su discurso que el autor tratado con tanto mimo y respeto, con tanta inteligencia, simpatía y, ¿por qué no decirlo?, también con tanta tan bella y noble complicidad, se erige, sólo con este libro, en uno de los más elegantes artesanos del español y en el creador de un proteico género literario que de todo tiene -de fantasía y de observación, de crónica viajera y ensayo crítico, de diario íntimo, de reportaje y de emocionada ficción-, pero yerra, a lo que pienso, al afirmar que Azorín, en su férrea estética literaria, se propuso no salir jamás fuera de las lindes y de la estrecha celda del arte menor. ¿A qué llama usted, don Mario, arte menor? Pero no juguemos con las palabras, porque, tras cada palabra esgrimida, siempre puede agazaparse la idea de una liebre huyendo. Y usted también acaba de decirnos que cada uno de los dieciséis capitulillos de La ruta de Don Quijote ensaya a rebasar sus fronteras y a volar por su cuenta y a su altura, como esas "novelas insolentes" de las que nos habla con muy sagaz señalamiento.
Duda nuestro recipiendario de que La Mancha fuera tal como Azorín nos la pinta, y en esa apreciación tampoco acierta del todo, a mi juicio, ya que las recreaciones del maestro no están más quietas que el mundo que reflejan, o que son genial trasunto de su misma esencia, calidad y estupor. Y esta idea mía no es de ahora, sino que ha cumplido ya casi nueve lustros; hace 43 años, exactamente los días 26 y 27 de febrero de 1952, en la universidad de Salamanca, y en el II Curso Superior de Filología Hispánica que regía nuestro director don Fernando Lázaro Carreter, pronuncié una conferencia, dividida en dos partes, bajo el título Cuatro figuras del 98: Valle-Inclán, Unamuno, Baroja y Azorín, en las que, al hablar de estos dos últimos, contraponía sus figuras y ensayaba a dibujar sus siluetas con todo el amor y el respeto que les profesaba y sigo profesando, y con todo el rigor del que pude ser capaz. Azorín, trataba entonces de señalar y repito ahora, sufre viendo cómo se quema el tiempo, cómo se agotan los plazos de los últimos poderes terrenales y el paso del tiempo, el cruel y desconsiderado caminar del reloj, y del calendario es su permanente, más fiel y mejor dibujado personaje. También con traponía el espíritu que animaba a los héroes de Baroja -Silvestre Paradox, el arbitrista; Jaun de Alzate, el caballero; Zalacaín, el arrojado; Aviraneta, el conspirador- que morían incendiados en la acción, con los antihéroes de Azorín -Antonio Azorín, el resignado; don Bernardo Galavís, cura de Riofrío de Ávila, el resignado; dan Juan, el resignado- que agonizaban helándose en la inacción, en la contemplación. Baroja -y termino con lo que entonces dije- viene de Nietzsche y de Sorel, y Azorín, por el otro camino, llega desde los piadosos limbos de Orígenes y de Molinos. Baroja -de lo dicho se desprende- guarda un petardo anarquista en la cabeza. Azorín -tras de lo que se habla cabe suponerlo- esconde una maquinista quietista y casi virtuosa entre los pliegues y los surcos del cerebro. Vargas Llosa, al hablarnos de que los personajes de Azorín ni se desean ni se odian, sino que vegetan y se entregan a sus menudas labores con tanto fatalismo como perseverancia y tanta ternura como espiritualidad, acierta en la diana misma de los propósitos literarios de Azorín, quien sin proponérselo siquiera, refleja el mundo en torno a través de unos personajes introvertidos, que viven y mueren cuidándose en sus últimos pulsos. Y cuando comenta el libro Al margen de los clásicos, resalta el papel de Azorín como escritor puente entre los grandes autores pretéritos y el actual lector ignaro, al que él llama, piadosamente, profano, y señala que nadie trabajó con más ahínco que el maestro Azorín para acercar a los clásicos al hombre "del común", y no es gratuito su recuerdo de Montaigne.
Quisiera pasar como sobre ascuas por encima del pensamiento de Vargas Llosa acerca de las convicciones políticas de Azorín, que fue un conservador, es cierto, pero no más que por el sendero de la inexplicable adoración que sentía por el poder constituido, sea el que fuere, y el último que le tocó vivir fue el del general Franco; querer encontrar connotaciones políticas, y menos aún ideológicas, entre Azorín y los sucesivos gobernantes españoles que le tocó padecer en su larga vida, es tanto como querer buscarle los cinco pies al gato. Vargas Llosa acierta una vez más cuando descubre que en la obra de Azorín se prueba que al genio literario le son indiferentes los temas e incluso las ideas, y que en su prosa ha idealizado la realidad y ha suplido el mundo real de la historia por el mundo ficticio de la literatura.
Y poco más me quedaría ya por decir sobre Las discretas ficciones de Azorín y el gozoso evento que aquí nos reúne esta tarde: la entrada en la Academia de un escritor, Mario Vargas Llosa, que a todos ha de honrarnos con su presencia y aleccionamos con su sabiduría. Azorín, en el capítulo II de su libro Valencia, en el que titula 'La eliminación', nos habla con muy honda perspicacia del estilo literario. "Entre todo el laberinto del estilo -nos dice- se levanta el vocablo eliminación. Porque de la eliminación depende el tiempo propio a la prosa. Y un estilo es bueno o malo según discurra la prosa, con arreglo a un tiempo o a otro. Según sea más o menos lenta o más o menos rápida. Fluidez y rapidez: ésas son las condiciones esenciales del estilo, por encima de las contradicciones que preceptúan las aulas y academias: pureza y propiedad". Estos ingredientes también se cuecen, con eficacia y hondura, en la olla literaria de Vargas Llosa, que no está tan lejos como supone de la de Azorín, ya que, por encima de la mera palabra y la efímera y siempre repetida circunstancia, sobrevuelan en todo momento y por fortuna las devociones comunes y los idénticos y mas arriesgados afanes humanos y literarios.
Abdicaría de mis convicciones más hondas si a la postre de esta sucinta bienvenida al nuevo académico también postergase, al referirme a él, la consideración de la materia prima para ensalzar la estimación del escolio. Don Mario Vargas Llosa nos acaba de demostrar su capacidad para, iluminar la obra creativa de otro escritor y académico: don José Martínez Ruiz, Azorín, como ya lo había hecho cumplidamente con Flaubert, con García Márquez, con José María Arguedas o con clásicos de nuestras lenguas como Amadis de Gaula o Tirant lo Blanc.
Estamos sobre todo ante un poeta en el sentido etimológico de la palabra, ante un hombre que con su imaginación, con su arte y con su lengua es capaz de conseguir lo que pocos mortales alcanzan: crear una realidad verbal que remeda, enriquece o trasciende la realidad común. En cierto modo, para él escribir novelas es un acto de rebelión constante, una forma sutil de deicidio, pues, como una especie de divinidad escribidora, alcanza a crear otros mundos para corregir las limitaciones del que le ha tocado vivir. Para don Mario, la raíz de su vocación es un sentimiento de insatisfacción contra la vida, y cada novela representa un asesinato simbólico de la realidad.
Asesinato que, paradójicamente, produce vida, y reconforta y regocija a sus lectores. La pasión narrativa, el placer de contar que Mario Vargas Llosa tanto admiraba en Martorell es lo que todas sus novelas, desde La ciudad y los perros o La casa verde hasta Elogio de la madrastra o Lituma en los Andes, nos transmiten junto a otra virtud creativa no menos apreciable que las mencionadas, y con la que he de concluir. Vargas Llosa, lector él mismo impenitente, glosador de sus clásicos y de algunos de sus propios coetáneos, se transmuta en escritor original, con voz propia, cuando enfrenta el sumo y último reto literario, que es el de crear mundos. Y para ello juega con el lenguaje, incorporando a través de él la tradición que va desde los romances medievales a la renovación del gran realismo del pasado siglo, pero asimilando igualmente formas, géneros y registros característicos de la cultura popular contemporánea.
Señor don Mario Vargas Llosa, sed bienvenido a esta casa."
Babelia
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