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Reportaje:EXCURSIONES: EL CERRO DE LA CABEZA

Subirse al moro

Restos de un viejo poblado, acaso árabe, yacen en una estribación de La Cabrera

En la ladera oriental del cerro de la Cabeza a tiro de piedra de La Cabrera hállanse diseminados los restos de un antiguo asentamiento humano, restos que a bote pronto semejan majadas pastoriles, que no es imposible que fueran parte de un castro ibérico y que los nativos de los alrededores titulan, para confusión padre de almas crédulas, el poblado moro. Si en lugar de encontrarse en las estribaciones berroqueñas de la sierra madrileña, aquéllos estuviesen desparramados por las faldas de Montserrat -por poner un exemple-, los catalanes ya ha brían excavado, datado, restaurado, catalogado, vallado e instalado una caseta para cobrar entrada. A nosotros, en cambio, nos va lo silvestre, lo Indiana Jones, lo gratis. Desde el pueblo de La Cabrera, que sí que está datado como de tiempos de la Reconquista -fue fortaleza árabe- y catalogado para la posteridad como paraíso del chalé endosado, el excursionista se echará a andar en busca del moro por el camino de tierra que lleva al convento de San Antonio. Habrá quienes, por ahorrarse media hora de caminata, se metan con el coche hasta el pilón del viejo monasterio. Allá ellos: el aroma. de las jaras pringosas -tan pringosas que, si aspiras más de la cuenta, te arrancan un cáncer de pulmón- y la contemplación de las quebradas que mellan el filo de esta serrezuela de granito son sólo para el que se las trabaja a pata.

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Todos al convento

Visto desde el cielo, y así es como deben verlo el buitre y el milano, el macizo de La Cabrera guarda cierto parecido con una te mayúscula. Una te pelín rechoncha, más ancha que larga, cuyo trazo horizontal lo dibujan -de este a oeste- las cumbres que van del pico de la Miel a la peña del Tejo y cuyo fuste se descuelga desde la cota máxima de Cancho Gordo (1.564 metros) hasta el cerro de la Cabeza (1.247 metros). El convento de San Antonio, al que el caminante ya llegó hace un ratito, se levanta hacia la mitad de este último ramal, no lejos del collado que separa ambas cimas.

Para coronar el cerro de los vestigios ibéricos -o moros o cristianos, o lo que sean-, el excursionista sólo tendrá que proseguir su jornada hacia Occidente por el sendero de gran recorrido GR-10, señalizado con marcas rojas y blancas. En cinco minutos alcanzará un diminuto calvero y, abandonando el camino que traía, tomará a mano izquierda una trocha que serpentea por entre el jaral para ir ganando altura suavemente por la ladera oriental del montículo.

A medida que se aproxime al cancho cimero, el caminante irá descubriendo las ruinas circulares de docenas de viviendas arracimadas sobre terrazas herbosas y, entre sus mampuestos caídos, infinitos fragmentos de cerámica. Culos de cántara, pedazos de teja, ladrillazos de adobe..., se reconocen con facilidad entre los escombros de un pueblo que se desvaneció hace siglos. Ahí está, a merced de los elementos y los pillos. Y ahí permanecerá hasta que algún arqueólogo mueva el trasero.

Después de lamentar la suerte del poblado moro, el excursionista se encaramará a los altos peñascos que lo vigilan para obtener una perspectiva de planta y, de paso, mirar esos otros muros que el tiempo humano apenas acaricia: Peñalara, la Pedriza, la Morcuera, Mondalindo y, ahí al lado, las ásperas breñas de La Cabrera. La villa homónima, al este, y la laguna de Peña Caballero, al sur, completan este panorama sobre el que señorea la fábrica conventual de San Antonio, si no más alta, de piedra más clara y románica.

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De vuelta en la civilización, el curioso aprovechará para acercarse hasta el kilómetro 1,5 de la carretera de La Cabrera a Valdemanco, en cuya margen derecha yacen -semiescondidas- varias sepulturas antropomorfas. Los lugareños, para variar, le, llaman la tumba del moro. Ni un triste mojón señala el enterramiento, así que cada cual se las componga.

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