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Tribuna:SER JURADO ¿UN DEBER CÍVICO?
Tribuna
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Ciudadanos y jueces

La mayor parte de los antijuradistas construyen su discurso sobre presupuestos ideológicos, que olvidan una dimensión esencial para la misma democracia: la participación de los ciudadanos en el ejercicio del poder, en este caso, en el poder jurisdiccional, donde se administra el más directo y extremo manejo de la libertad -y por lo tanto, de la felicidad- de los semejantes. Se dice, con razón, que ningún carácter define mejor al ciudadano que la participación.. en el ejercicio de los poderes de juez y magistrado, a lo que cabría añadir que, si se trata de profundizar en la democracia, el ciudadano no ha de limitarse a ejercer esos poderes de forma indirecta, sino asumiendo la responsabilidad de gobernar por sí mismo, tantas veces como sea posible, el proceso de toma de decisiones que acompaña a los conflictos sociales. Por lo tanto, el jurado debe vincularse a la participación y no, como sostienen los contrarios al jurado, con referentes que nada tienen que ver, en sí mismos, con esta institución, enparticular con la eficacia de la administración de justicia, que es responsabilidad que compete a los poderes públicos; un sistema judicial bien servido de medios materiales funcionará eficientemente, con independencia de que tenga o no jurado, y viceversa.En el fondo, los mensajes antijuradistas, descansan (con contadas excepciones) en una inteligencia aristocrática del poder y de la legitimación para ejercerlo, propia de la libertad de los antiguos y progresivamente arrumbada en las sociedades modernas, mediante fórmulas de control del poder corro medio de defensa de los ciudadanos. Propiciar que éstos se constituyan en jueces ayuda a la tarea de control, confiere soberanía al sujeto individual, y activa soluciones de integración y comunicación, indispensables en el mediatizado mundo en que vivimos. Una concepción puramente procesal de la democracia (que sólo se pregunta ¿cómo se decide?) ha de dar paso a otra más real, donde el ciudadano debe interrogarse sobre quién decide y cuál es el fundamento y los límites del poder. Por ello, instituciones como la del jurado suponen una ganancia neta en democracia. Sin embargo, sería una locura, devastadora para la propia institución, que una posición franca en favor, de la misma no fuese acompañada de las valoraciones críticas que también merece. Me preocupan especialmente la eventualidad de la falta de cualificación de los concretos, ciudadanos llamados a un concreto juicio para poder manejar el material que allí vean, y los problemas que se van a derivar de los entornos de presión que acompañan a algunos procesos, por cuestiones emocionales o directamente políticas. Respecto de la primera de las cuestiones; la habilidad del magistrado que presida el juicio y de los demás profesionales interesados va a ser decisiva para solucionar los problemas que puedan surgir. Habrán de hacerlo mediante una secuencia de aciertos prevista en la misma Ley del Jurado, que regula un razonable procedimiento de selección de los miembros y la posibilidad de apartar a algunos de los elegidos (por la suerte) mediante un sistema de excusas y recusaciones, plenamente aplicable a los casos de incapacidad real del ciudadano para conocer del contenido del enjuiciamiento. Además, los profesionales deberán tener en cuenta uno de los caracteres más rotundos del jurado, en cuanto institución culturalmente innovadora: los que han exclusivizado el mundo de la jurisdicción tendrán que resignar el oscuro lenguaje que se emplea en los tribunales en favor de un lenguaje asequible que dará transparencia al juicio y a la resolución del mismo, y propiciará la limpieza de la relación del proceso con la sociedad.

Siempre se ha presumido que los jueces profesionales tienen una específica resistencia a los embates externos al proceso, lo que quizá sea cierto. No lo es menos que viven la misma realidad que los no profesionales, y que éstos no merecen que se les considere -por presunción- especialmente permeables a las presiones ambientales. Cuando un proceso venga rodeado por un entorno condicionante de la recta aplicación de las leyes, el magistrado profesional deberá contrarestarlo con una labor de aislamiento objetivo, fascinante y muy actual en cuanto implica convencer al jurado que lo necesite de que una cosa es la legítima opinión pública (política), basada en juicios subjetivos, y otra muy distinta la legítima opinión jurisdiccional fundamentada en la presunción de inocencia, en la prueba objetiva de los hechos y en un sistema de garantías que confiere racionalidad a la decisión. Es capital considerar que, en el modelo español, los ciudadanos jurados tendrán que decidir sobre los hechos en debate, y cuando resuelvan que el acusado los ha cometido y que es autor del delito consiguiente, habrán de pronunciarse sobre la culpabilidad de ese acusado. En algunas ocasiones, esto determinará una importante ponderación de bienes o valores (con trascendencia sólo en el caso concreto) ya que una persona puede cometer un delito del que no sea culpable, porque la calidad del bien o valor que defiende sea igual o superior a la del valor dañado. Por muchos problemas que ello pueda ocasionar, ahí está -latente- la constitución del ciudadano como sujeto soberano, y su humilde capacidad para manejar la política criminal, para ejercer opciones hasta ahora retenidas por los titulares exclusivos del poder. Quisiera terminar refiriéndome a la necesidad de abrir, con la Ley en la mano, un espacio generoso a la objección de conciencia de los ciudadanos renuentes, por motivos serios, a formar parte de un jurado. La participación es, ante todo, libertad y siempre es mejor convencer que sancionar.

José Antonio Alonso es magistrado y portavoz de Jueces para la Democracia.

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