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Espinas en el centro de las rosas

Traerá octubre consigo, y muy desde el principio, unas jomadas poéticas, que van a celebrarse en la ciudad de León, en torno al escritor Antonio Gamoneda (1931). En Lápidas, este poeta dejó ya escrito: "Edad, edad, tus venenosos líquidos. / Edad, edad, tus animales blancos". En otro libro también suyo, publicado por Siruela, reaparecen ahora tales sustancias y figuras desde el sabroso título del interior (Corrupción y fábula del Libro Sexto de Pedacio Dioscórides y Andrés de Laguna, acerca de los venenos mortíferos y de las fieras que arrojan de sí ponzoña), resumido en cubierta con toda la vehemencia de lo neutro: Libro de los venenos. Queda aquí Gamoneda enviciado con las mismas palabras que tienen las materias escondidas que nombra. Las prueba; mejor, las pone a prueba. Vuelve a saber -y de ello nos persuade, pese al duro escarmiento de Orfeo- que la palabra poética, droga impalpable, es capaz de adormecer y acunar el daño, aunque no de abolirlo. Y el daño es la mentira, la rabia enamorada o el frío. Por todo eso, igual que porque sí, Gamoneda criba y siembra, reescribe e inventa, cita y recita, teje y desteje una gran ristra de apetitosas observaciones sobre lo venenoso y lo curativo de nuestro eterno rumiar. Habla, pues, de la muerte y del ansia de salvación. Y habla con el conocimiento de lo coral, manteniendo a raya los ayes de charlatanes y curanderos; pero haciéndolo tan suyo, tan nuestro, que le otorga al instante y de continuo su exactitud particular: una mezcla de ritmo y proporción, complicidad y reserva, rigor y gracia. Como si al cantor, al nombrar el peligro, al pasarle la lengua, se le hiciese la boca agua. Y así consigue Antonio Gamoneda revivir el prodigio que Gabriela Mistral contaba: "Yo he llevado una copa / de una isla a otra isla sin despertar el agua".Traerá octubre consigo, además, la presencia enlutada del poeta Gonzalo Rojas (1917). Llega a Madrid para leer sus poemas en la Residencia de Estudiantes. Y tal vez para recordamos que el hombre vino al mundo "a combatir la serpiente que avanza en el silbido de las cosas, entre el fulgor y el frenesí, como un polvo centelleante", "a besar por dentro el hueso de la locura" y "a jugar este juego de respirar en el peligro". Ha sido Gonzalo Rojas, precisamente, uno de los raros en no burlarse de su paisana Gabriela Mistral, de cuyos versos extrajo ("extrayó" fuera más justo, de no caer en lo chistoso) una palabra pausada, entre adivinatoria y desdeñosa, la que más hondo resuena en el país de la ausencia. Palabra que él desdobla como si se tratase de servilleta celestial, para la corrupción y la lozanía, amándola en visión o acaso en colocón: "Del tacón al pelo", del placer al miedo y de Chillán a Brigham Young. Con sus arrebatos irónicos, su música ligera, su pétalo, su muslo y lo que haga falta.

Traerá octubre consigo, en fin, dos homenajes, uno en Barcelona y otro en Madrid, al poeta mexicano Jaime Sabines (1926), quien, por cierto, anda mal de salud y no viene. De él acaba de publicarse, en el Fondo de Cultura Económica, una nueva Antología poética. Ni verso ni aforismo, el aguijón del deseo, en Sabines, se ensaña con violencia en cuanto ama: "Hay un modo de que me hagas completamente feliz, amor mío: muérete". Hablando no de amor, pero sí de sor Juana, observaba Gabriela Mistral que, en el rosal, la suavidad del pétalo está separada de la amenaza de la espina. Para, a renglón seguido, concluir: "La monja pone la espina en el centro de la rosa". En Tarumba, Yuria y Algo sobre la muerte del Mayor Sabines, el poeta hace uso de esa espina como de un arma arrojadiza. Un arma que quisiera confundirse con esas mismas cosas que atraviesa. Un arma que hostiga sin cesar al esperpento del tiempo, ese veneno mortal que escribe: "Animal disperso, / se congrega bajo el sol, / abre la tierra, chupa, / despelleja los ríos, / espanta a las hormigas, / duerme al gato, /y a ti te hace un nudo de víbora / o un huevo aplastado. / Este calor benigno, no reparador del mundo, / " te entierra a golpes, Tarumba-clavo".

Tres poetas que octubre trae consigo. Y el deseo de aclararle al lector, antes de octubre, que al padre de Juan Rulfo lo llamaban Cheno y no Chano.

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