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Tribuna:DIEZ AÑOS EN LA UE
Tribuna
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Una esperanza que se realizó

El 12 de junio de 1985 firmamos las actas de adhesión a la Comunidad Europea de Portugal y de España. Por la mañana lo hicimos en el monasterio de los Jerónimos, en Belem, por la tarde en el Palacio Real de Madrid.¿Puede, quien desde 1956 -cuando en Salamanca creamos una asociación europeísta- hasta hoy ha dedicado gran parte de su acción pública hacer un balance justo de lo alcanzado, identificar lo que ha quedado a la deriva por la borda? Debe, al menos, intentarlo tratando de que los árboles que ayudó a plantar no le borren el bosque de certezas y, también, de incertidumbres. No es esta hora para triunfalismos, pero evitarlos no puede conducimos a una descalificación masoquista de lo que puede ser, y me parece es, válido y positivo.

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Cual sea el resultado de la adhesión en 1985 y de la participación en la CE -hoy Unión- de 1986 a 1995 se deduce: 1 del alcance histórico de la opción, 2 del impacto de la integración en la economía nacional, 3 de los efectos de la participación sobre nuestro régimen y cultura política, 4 sobre cómo ha afectado a nuestra posición internacional, ha condicionado nuestra acción exterior, ha mantenido nuestros intereses y puede, en su evolución, asegurarlas.

En España, tal vez desde el siglo XVIII, pero explícitamente desde la generación del 98, se ha planteado la cuestión de cuál fuere la esencia de la nacionalidad. Es decir, qué valores definían el papel de España en la historia. Debate grávido de consecuencias de exclusión para aquella parte del decurso histórico que no correspondiese a la esencia. En un plano concreto las reacciones oscilaban periódica y aun alternativamente entre quienes afirmaban polémicamente nuestra especificidad refractaria a lo europeo (casticistas) y quienes, por el contrario, predicaban la adaptación y la recepción de lo creado fuera (modernizadores). Un debate que no solamente era paralizante, sino que era desintegrador.

La entrada en la Comunidad, la participación en la reforma de la Unión transforma esta indagación de cuál es el sentido de España frente a lo europeo en la posibilidad fáctica de contribuir a la definición de Europa.

El carácter problemático de la europeidad de España se acompañaba, desde la decadencia, de la tendencia al aislamiento y a la falta de papel internacional, o al menos de graves dificultades para desempeñarlo.

Fin de la ideologización de lo que sea España, final del aislamiento son para mí la esencia de la operación europeísta.

Nuestra economía estaba en proceso de modernización desde, tal vez, los años sesenta. Pero la relación con nuestro entorno, pese a instrumentos con efectos favorables, como el Acuerdo Preferencial de 1970, era deficiente y no se podía mantener. No se trataba ya de reglar una relación creciente, y de participar en la configuración de una situación que nos condicionaba, sino de, sacando las conclusiones que impone la economía de escala: construir un espacio común capaz de competir en una economía mundial cada vez más globalizada. Desde los años sesenta no hubo en los círculos económicos y financieros duda. El único problema era cómo poder resistir la competencia de los más dinámicos. De ahí el proceso negociador centrado en los periodos transitorios y las derogaciones.

Dentro de la Comunidad la situación plasmada en el Acta de Adhesión -equilibrada, justa y beneficiosa para nuestros intereses, en mi opinión- mejora con el acortamiento de periodos transitorios muy largos, con la dinámica en inversiones, con ese proceso de negociación continua en que consiste la Unión. De 1986 a 1992 todos los diferenciales con los europeos más dinámicos se acortan. Como resultante el PIB español crece en el periodo en un 30,6% mientras que el comunitario solamente en un 21,2%. De 1992 a 1994, año en que comienza a salir de la crisis, el ritmo de unos y otros disminuye. Hoy con el producto per cápita de 14.022 dólares y con muy alto -92- índice de desarrollo humano (criterio que aúna la medición del bienestar y de la cobertura social), España es un país integrado en la dinámica del desarrollo europeo.

Ciertamente, las fluctuaciones monetarias nos han afectado, sin sacarnos del Sistema Monetario Europeo; es claro que no cumplimos los criterios monetarios de Maastricht y que probablemente no los cumpliremos a fines de 1996; también lo es que la ortodoxia maastrichtiana no puede forzar la elasticidad de las realidades sociológicas; pero también lo es que la situación es común, si no a todos, sí a la inmensa mayoría, y que el criterio debe ser el rigor económico que no distorsione la solidaridad social. Sin el mantenimiento de la cohesión social ningún proyecto respecto al exterior puede tener la solidez que el interés nacional reclama. De la misma manera que sin el mantenimiento de los fondos estructurales y de cohesión dentro de la Unión, haciendo posible la congruencia real, la Unión fracasará como proyecto histórico. De ahí que nuestro principal objetivo dentro de la Unión sea, también, la condición del éxito de la misma. Lo esencial de la Unión es que sustituye la confrontación, por procedimientos de negociación que determinan cooperaciones cualificadas y crecientes.

En cuanto al sistema y la cultura política, esta operación entre los sujetos internacionales -Estados- se extiende a los grupos. Históricamente la transición española a la democracia se realizó sobre la base, en derecha e izquierda, de una común adhesión a la idea de Europa. Dentro de la Comunidad Europea el régimen creado en 1978 se alimenta de la seguridad de estar anclado en el mayor y más articulado espacio de democracia y de parlamentarismo. De la pertenencia a la Unión no se deriva una única política. Pero la Unión centra y estabiliza los debates imprescindibles.

La Europa en que entramos en 1985 era limitada en su acción y muy dependiente en su seguridad; pero estaba asentada en la certidumbre -con sus limitaciones- de los bloques. La de hoy es amplia, tiene más horizontes; pero está cercada de incertidumbres. Se encara la Unión -Yugoslavia- con el fracaso de su acción exterior nacido de su impotencia. Está amenazada de eventuales movimientos inspirados en la totalidad y en el radicalismo. No es una Europa cómoda. Hay indeterminaciones. Pero todo lo que la amenaza -paro, fundamentalismos, migraciones, plagas, desequilibrios-solamente puede ser afrontado solidariamente y en base a algo más que los particularismos nacionales.

Europa, la Unión, no es una panacea. Nuestro alto índice de paro no se resolverá, ciertamente, por la mera participación en ella. Tampocodebe ser un pretexto para no abordar los urgentes problemas de cada país. Es simplemente un marco ineludible, una dimensión necesaria. Una construcción urgente, en una urgentísima construcción de un nuevo orden mundial.

Fernando Morán era ministro de Asuntos Exteriores cuando se firmó el Acta de Adhesión de la CE. Es presidente de la Comisión de Asuntos Institucionales del Parlamento Europeo.

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