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Joven, artista, famoso y mártir

Dentro de ese huracán de altas y bajas pasiones de los hoy denostados años ochenta, sobrevive algún que otro mártir angelical, que son los propiamente llamados a sobrevivir, como el estadounidense Keith Haring (Kutztown, 1958-Nueva York, 1990), la mejor encarnación en la actualidad del Billy Budd, de Hermann Melville, la historia de ese joven y bello marinero, dechado de perfecciones físicas y morales, al que, contra toda lógica y moral, vemos colgar ahorcado del mástil, cual un nuevo Cristo de los mares del sur. Conocer a Haring era, en efecto, amarlo, tal era su poderoso e ingenuo encanto, como lo pudieron comprobar quienes le trataron con ocasión de su presencia en Madrid, allá por 1983, con motivo de la antológica Tendencias en Nueva York.

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Poco después de esta cita madrileña, Haring conquistó el paronama internacional con el fulgor de un cometa, como se estilaba en esa época tener éxito, pero, a diferencia de otras estrellas radiantes de ese momento, él no se apagó. Es cierto que a la postre el precio de tanta gloria fue alto: el de morir, a punto de cumplir los 32 años, uno menos que Cristo, de sida. De manera que, joven, artista, famoso y mártir, los cuatro estigmas que marcan el sino heroico del creador moderno.

Ahora bien, ¿se acaba ahí la historia? En estos momentos, por el contrario, cobra su plena elocuencia la obra de Haring, bien articulada, en una lógicamente apretada síntesis, en la muestra que se nos presenta en La Caixa, una obra en la que podemos apreciar muchos de los rasgos característicos de los artistas actuales y, en especial, el eclecticismo, aunque, para el caso, me gustaría más la calificación de acumulación o densidad de referencias. El asunto tiene particular interés en la medida en que Haring se nos presenta como la espontaneidad misma, la del "pintamonas" urbano, que, incontinente, abarrota las paredes de graffitti. Este horror vacui estaba, no obstante, alimentado de un auténtico multiculturalismo, donde Pollock, Dubuffet o Copley se daban la mano con las máscaras negras, el tatuaje, la pintura ceremonial, el comic y todos los guiños pop que se quieran de la cultura urbana.

En todo caso, en Haring todo está supeditado a la, voluntad narrativa interminable, al exorcismo de una laberíntica multiplicación de historias que cubren, mediante mallas laberínticas de signos, una realidad que asfixia la vida. En este sentido, el recorrido por esta efervescente ebriedad comunicativa, que cubre propiciatoriamente la realidad, desde los inicios exultantes de la primera mitad de los ochenta hasta su progresivo vaciamiento en la segunda mitad, produce el efecto de una cierta belleza triste, incluso trágica, la del noble y desigual combate de este enamorado de la vida, que llega a perderla cuando ésta más ofrecía. La inmolación de Haring fue, con todo, artística, y, como tal, rinde unos frutos incluso morales que ninguna fórmula piadosa puede jamás proporcionar. Esto convierte la vida y la obra del bello mártir en un ejemplo para la retórica que hoy quiere sustituir el arte por una charla parroquial sobre asuntos sociales.

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