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Tribuna
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El vuelo de Icaro

El valor superior del pluralismo político -causa y efecto del consenso constitucional- autoriza soluciones legislativas de rigor variable a la hora de regular la hipótesis del paso a y por la política de los funcionarios judiciales.Es catárticamente constitucional, y, por tanto, excelente, la radical prohibición de que vuelvan a desempeñar cometidos judiciales quienes se han entregado a las actividades políticas con una dosis de asiduidad y vehemencia que deja fuera de toda duda razonable lo incondicional del compromiso así adquirido. Cuando el legislador acierta a reaccionar con tanta energía y sensibilidad, obedece al dictado de unos aspectos de la realidad social, cuyas exigencias cuida de satisfacer con esta fórmula de la más elevada moralidad.

El legislador considera -cargado de razón y cordura- que una adscripción duradera de esos caracteres implica el personal convencimiento -asumido por quienes se deciden a dar aquel paso- de que todo el bagaje judicial deja de ser capital útil y se convierte en apreciable estorbo para surcar los procelosos mares de la nueva travesía que se emprende. A no ser que la ingenuidad de la opción oculte sus perspectivas de futuro y no acierte adivinar las ingratas sorpresas que, sin duda, serán fruto de la escena de candidez que se protagoniza.

El legislador entiende también que, según un parecer objetivo, el juez dimisionario queda destituido, sin retorno ni remedio, de unas cualidades que -nada más acercarse a la política y, con mayor razón, una vez dentro de ella- entran en fase de liquidación y sacrificio. Su destrucción priva de convencimiento moral y de aptitud para retomar unas funciones que, sin ellas, no pueden servirse a entera satisfacción de la persona que las desempeña y de la sociedad impresionada por la contaminación que se acusa.

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Éstos no son criterios excesivos o hipermoralistas, sino arreglados a lo que reclama la opinión pública más exigente y saludable. La opinión juzga que la seguridad jurídica subjetiva -representada por el estado psicológico de confianza de la comunidad en el funcionamiento tranquilizador y regular de los poderes públicos- sufre zozobra y quiebra ante la idea de que la posibilidad de ese regreso se erija en solución generalizada y aceptable. Surge -ahora que su concepto se maneja y discute con mucha intensidad- una situación de alarma social, consistente en el fundado temor de los justiciables a la pérdida de dichas cualidades -si quien las poseyó no es de temple heroico ni se propone realizar un experimento sabático- cuando se ha circulado por los pagos en que-su depredación está servida.

Otra legislación menos severa -limitada a una suerte de puesta en lazareto- solamente depura y restringe, aplazándola, la vuelta profesional del juez que ha abandonado la política. Corre el peligro de no evitar de raíz los riesgos que su acción dulcil5cada pretende conjurar. Profesa una idea rousoniana de lo que entrañan la complejidad e inmisericordia de la lucha política, y se entrega a un optimismo antropológico desautorizado por la sombría verificación de cómo, a finales de este siglo, avanza y se conduce a la familia humana. Es, en definitiva, una salida menos constitucional que la elogiada en primer término.

La solución legislativa que, haciendo tabla rasa de tan aconsejables cautelas, admite -con alguna imprudencia- la inmediata reintegración de los jueces ex políticos, es un producto voluntarista y fabricado al margen de las experiencias colectivas que el legislador debe aprehender e intelectualizar para facilitar respuestas justas y socialmente tranquilizado ras. Dada la amplitud con que el poder legislativo puede desarrollar los principios y preceptos constitucionales y aun regular temas no constitucionalizados de antemano, dicha opción no llega a incurrir en una inconstitucionalidad que justifique su expulsión del ordenamiento jurídico. Cabe, no obstante, decir de ella que es pésimamente constitucional. En cuanto insatisfactoria regulación de mínimos, su subsistencia supone un pecado venial legislativo, y un abuso de la elasticidad que, al dictar las leyes, inspira su margen de decisionismo político.

Este arbitrio no casa con las severas advertencias que asistieron a la construcción histórica del poder judicial. Ya se recordó, hace más de un siglo, la necesidad de que los miembros de la judicatura se sustrajesen al fragor y el ardor de las luchas políticas, evitando, con especial cuidado, cuanto coadyuvase a conmover lo imperturbable de su ánimo y diese la impresión de que el mismo se hallaba afectado por las revueltas e inconstantes pasiones que las acompaflaban.

Francisco Lledó Yagüe es decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Deusto. Manuel María Zorrilla Ruiz es catedrático de la Universidad de Deusto.

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