_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Política y utopía

Desde hace ya algún tiempo, a la política española le están faltando los referentes utópicos imprescindibles en todo que hacer colectivo. O lo que es peor, la política española está dilapidando el caudal de utopías que la transición a la democracia removió, aún no hace veinte años, en nuestra conciencia histórica. En España vivimos en democracia, es verdad; reinan. aquí la libertad, el pluralismo, la autonomía de los territorios. Todo eso es verdad, y ciertamente no es poca cosa viniendo de donde veníamos. Mas, ¿se paraban ahí las energías utópicas que renacieron en el país tras la muerte del general Franco? No me lo parece.A diferencia de las utopías clásicas, que proponían ideales de imposible realización, repúblicas perfectas situadas fuera del alcance de la naturaleza humana, las utopías modernas proponen a las comunidades políticas ambiciosos objetivos que se pueden alcanzar en este mundo terrenal. Las primeras han jalonado el pensamiento europeo desde Platón a Moro, Campanella o Bacon: eran, bellas ciudades figuradas, arquetipos soñados de perfección social que, por su propia inaccesibilidad, resultaban impropias para transformarse en, programas de gobierno. Las segundas, las utopías modernas, responden, en cambio, a la firme determinación de una sociedad de hacer frente a su destino desde exigentes fundamentos racionales y morales. Este tipo de utopismo ha penetrado en las ideologías y en los discursos políticos de nuestro siglo, impregnando con un lenguaje simbólico (sociedad sin clases, gobierno del pueblo, igualdad de oportunidades, etcétera) las propuestas electorales de los partidos y la acción de los Gobiernos. Frente al pragmatismo de una política sin ideas, se alza el idealismo utópico como un ingrediente necesario de toda política de cierto alcance. Sin él, la llamada a la acción acaba por arruinar su poder de convocatoria. No saberlo ver así significa el principio del fin para quienes, faltos de esa orientación utópica, ponen de manifiesto el agotamiento de su capacidad de innovación y liderazgo.

Las energías utópicas se generan en el punto de transición entre el pasado y el futuro de una sociedad. Así lo ha explicado Habermas, y con ello volvemos a los años de nuestra transición. En ella se dieron cita las corrientes reformistas del pensamiento utópico español, en busca de una nueva oportunidad histórica tras el fracaso de la II República. En el lega: do de esas corrientes estaban, por supuesto, la libertad, la democracia y la descentralización territorial. Pero había más, mucho más: estaba también la modernización de una España atrasada en sus estructuras económicas, educativas, científicas y culturales; estaba la recuperación de la distancia con que la Europa desarrollada se había separado de España en el transcurso del tiempo; estaba la vertebración de la sociedad a través de instituciones independientes del poder; estaban la tolerancia y el civismo como reglas de la vida pública; estaban la limpieza de conducta y la abnegación como virtudes ejemplares de funcionarios y autoridades; estaban el rigor y la autoexigencia que la Institución Libre de Enseñanza y la Liga de Educación Política inculcaron a los dirigentes españoles tanto en la política como en la Universidad y en la empresa; estaba la identificación de la ciudadanía con las instituciones, de su Estado. Estaba, en una palabra, toda una regeneración radical y palpable de un país apocado y mortecino, digno de mejor suerte. En palabras de Manuel Azaña, uno de los más activos valedores de esta utopía española, "vale más fracasar en un empeño grande y descomunal que acertar en obras menudas; vale más levantar a un pueblo a la altura de sus anhelos que administrarlo pacatamente".Todo el torrente de ideales utópicos propuestos por nuestro pensamiento contemporáneo desemboca con fuerza en la nueva historia española que se inició en 1976, dotándola del ímpetu avasallador que desplegó la transición política. Aquel ímpetu inicial ha ido remansándose luego, a medida que se incorporaron a la normalidad democrática los logros fundamentales que entonces se consiguieron. Pero también en la normalidad democrática hay lugar para la utopía, cuando aún queda tanto por hacer para completar el gran proyecto de modernización nacional -Estado y sociedad- que con la transición no hizo sino comenzar de nuevo en nuestra historia. La política habría de combatir, con la utopía por delante, el desinterés y la decepción que están ganando bazas visibles en la sociedad española.

No hay razón para que España no se abra en esta hora a la movilización dé todo su potencial humano y creativo, en continuidad con el esfuerzo iniciado en la transición. Nuestro Estado tiene todavía por delante un severo proceso de reajuste en su organización territorial y financiera, en la estructura y funcionalidad de sus poderes básicos (desde el Senado y la justicia al conjunto de las administraciones públicas), e incluso en las reglas básicas de la participación ciudadana en los partidos políticos y en el sistema electoral. La modernidad del Estado se mide tanto por la solidez democrática de sus cimientos como por la eficiencia' de sus estructuras de gobierno, y en ambos campos nos queda mucho -mucho- por hacer.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Nuestra sociedad, por su parte, carece aún de una serie de elementos comunes en toda sociedad avanzada, como son una adecuada nivelación, una economía competitiva, suficiente producción científica, estructuras educativas y culturales de calidad, y una jerarquía interna basada en el mérito personal y en la igualdad de oportunidades para todos. En todas estas materias, España esta todavía lejos de haber alcanzado niveles satisfactorios en comparación con el resto de la Europa desarrollada. Y mientras esto sea así, la política española no puede renunciar a desplegarse desde el arco tensado del reformismo utópico.

Y ello habría de ser así por una doble razón, positiva y negativa. Positiva: por la capacidad de cohesión nacional y de liderazgo que ofrece la oportunidad de completar la vieja utopía de una España democrática, tolerante, justa y eficiente, Negativa: por la insoportable vacuidad moral del discurso pragmático. "Cuando se secan los manantiales utópicos", ha advertido también Habermas, "se difunde un desierto de trivialidad y perplejidad". ¿Con qué nos quedamos?

José Luis Yuste es letrado del Consejo de Estado.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_