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'Caso GAL': instrucción y opinión pública

Contra lo que ciertas vulgarizaciones enseñan, la instrucción criminal no es una cruzada taumatúrgica, más o menos poblada de incidencias sensacionalistas, aunque su buena factura depende de que el instructor reúna las cualidades de intuición comprensiva, capacidad de adelantarse a los acontecimientos y ganar al tiempo sus batallas, y aptitud para inmovilizar la mayor extensión posible de un pasado que se va de las manos y se difumina. El éxito de la instrucción criminal exige, además de esto, precisión y rigor para adoptar las decisiones jurídicas que condicionan la validez de lo actuado en el sumario. Bueno es reflexionar sobre una de ellas que, lejos de elegirse por azar o predilección académica, brota espontáneamente de su clamorosa actualidad.El instructor de un sumario en que "resultaren cargos contra personas sometidas al fuero de un tribunal excepcional" no 'puede continuar la tramitación sin que, practicadas las primeras diligencias, reciba y acate las órdenes de aquél sobre la suerte de la competencia de origen que viene ejerciendo. Cabe entonces que dicho tribunal nombre un juez especial -en sustitución del instructor- o que autorice a proseguir el procedimiento al juez natural que lo ha incoado y cuya competencia ratifica.

La instrucción que actualmente se sigue por la supuesta comisión de un crimen de Estado se funda en un relato histórico sabido de todos, al ser notorias la identidad de las personas físicas afectadas por las imputaciones y la versión de los hechos punibles que, más o menos difusamente, se les adjudican. Los medios de comunicación han cuidado, con harta precisión y detalle, de sistematizar estos datos. En la órbita de sus sujetos activos o protagonistas -a título de acción u omisión- se ha situado a personas físicas concretas, cuyo carácter de aforados -sujetos al enjuiciamiento del Tribunal Supremo- consta y está fuera de duda. Personas a las que, sin embargo, el instructor no ha imputado -formal, explícita y terminantemente- la participación cuyas apariencias resultan de ese estado generalizado de opinión, y, a mayor abundamiento, de la pública divulgación de manifestaciones hechas por los testigos que han depuesto en el sumario.

Los hipotéticos cargos contra tales personas no dejan de resultar porque el juez instructor los haya silenciado y prescindido de consignarlos de manera expresa. No, basta la determinación judicial de mermar la magnitud y dimensiones de una realidad histórica cuya totalidad se impone y es irresistible. Uno de los criterios que cooperan a la aplicación del Derecho- muestra que, conforme al principio ontológico de no contradicción, "una cosa no puede ser y dejar de ser al mismo tiempo". Lo que acontecería cabalmente si, en un rapto de inconsecuencia, se tolerase la convivencia de dos realidades. A saber, la generalmente difundida y aceptada, y la artificiosamente restringida en las pesquisas de la instrucción penal.

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Los cargos resultan contra esas personas aforadas porque lo reconoce un sector caracterizado y audible de la opinión pública, o afirman con certeza y razonabilidad los medios de comunicación, lo aceptan los más objetivos observadores sociales, lo subrayan los adversarios políticos de los afectados y lo dicta, el sentido común por encima de todo.

La relación de los hechos determinantes de ' las investigaciones sumariales individualiza una realidad unitaria e insustituible, en la que, como presuntos protagonistas, intervienen personas aforadas en quienes notoriamente se presume esa suerte de participación. Ninguna de ellas queda al margen de una descripción escénica que ha de contemplarse indivisiblemente, so pena de abandonar los objetivos moralizadores y ejemplares del proceso penal, y dar de lado a las garantías jurídicas que le son inherentes. De esa escena no pueden salir -como cuando el recorte de una fotografía comprometedora pone fuera de marco al personaje incómodo que figuraba en ella- cuantos están en el umbral de la sospecha no descabellada ni absolutamente irrazonable de haber delinquido. Su presunción penal de inocencia subsiste en trance de confirmarse o verse destruida.

. Cercenar la realidad, fraccionarla artificiosamente y aceptar -mirando de otro lado que de ella sólo son parte las personas a quienes la instrucción ha situado en el punto de mira de su averiguación es eludir -acaso peligrosamente- una regla de oro básica para la validez de la instrucción Penal. Ningún motivo excepcional de celo investigador, ninguna otra razón de análoga naturaleza justifican la dispersión procesal de una totalidad histórica que clama por la unidad de su enjuiciamiento y la verdad de su comprobación. Los cargos o imputaciones resultan contra todos los que, a primera vista, son parte de dicha realidad. Sin exceptuar a quienes, por su condición de aforados, se asemejan a los personajes incómodos, que no aparecen en la fotografía porque una maniobra de prestidigitación les ha hecho desaparecer.

La voluntad o demanda social -insistentemente aireada para analizar tantos fenómenos en que se Invoca con menos razón- es aquí, en cambio, decisiva para concretar lo que por resultar cargos se entiende naturalmente y sin violencia. Cualquier encuestado invocará la opinión más extendida y sostendrá que las imputaciones referidas no excluyen, antes bien se refieren, a las personas físicas de que se ha hecho mención y cuya condición pública les somete al fuero de un tribunal excepcional.

Trivializar la importancia de lo así objetado y sostener que, pese a sus reparos, no resultan cargos contra las personas aforadas es afirmar que las mismas quedan formalmente fuera del círculo ' de los sospechosos, cuando materialmente están en su interior. Es acaso violar su derecho fundamental a que -en virtud del interés legítimo que les asiste- se les informe de la acusa ción que, en su más amplio sentido, va acompañando a esa sospecha. Si semejante conclusión -dura de compartir lógicamente y en pugna con la naturaleza de las cosas- se impone y prevalece, el instructor puede seguir la tramitación emprendida, sin recabar del Tribunal Supremo las órdenes que, en otro caso, debe solicitar, recibir y acatar sobre el destino del sumario incoado.

Si, por el contrario, impera otro criterio, muda sensiblemente el signo de las consecuencias jurídicas. La instrucción habría continuado en el ejercicio de una competencia no delegada por el Tribunal Supremo, que, informado de que resultaban cargos contra tales personas, podía haber optado por ratificarla o designar otro juez instructor. La falta de competencia -por ausencia de ratificación- daría lugar a la nulidad de todas las actuaciones practicadas desde que -habiéndose debido evacuar sólo las primeras diligencias- se prescindió de la preceptiva puesta en conocimiento del órgano superior. La vulneración del derecho fundamental al juez ordinario predeterminado en la ley, y quizá del derecho a obtener información sobre los cargos resultantes, determinaría que todas las pruebas logradas en esas circunstancias perdiesen la consideración de tales y se expusiesen a la suerte de su destrucción o inutilización definitiva. El fracaso de la instrucción estaría servido en tales circunstancias y cualquier tentativa de reconstituir en el futuro esos elementos de convicción tropezaría con dificultades insalvables.

El que "resulten cargos contra personas aforadas" designa, un concepto jurídico cuya determinación es, pues, de importancia máxima a la hora de sortear riesgos procesales de gran envergadura.

Francisco M. Lledó y Manuel M. Zorrilla son, respectivamente, decano y profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Deusto.

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