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Tribuna
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Liberados del limbo de las apariencias

Cuando las sociedades olvidan que el poder sólo está justificado cuando se ejerce en garantía de los derechos de los Ciudadanos, pierden su Constitución. Este principio y su cauce procedimental la división de poderes- han sido olvidados, en nuestro país y en otros, a lo largo de una década, la de los ochenta, caracterizada por un notable déficit de participación de los ciudadanos en los asuntos de lo público, por la consiguiente contracción de la representatividad, y por cierta pérdida de identidad democrática por parte de los sujetos sociales, convocados a ser no más que constimidores pasivos. Correlativamente, el sistema político y económico ha ido adquiriendo una progresiva autonomía frente a la llamada sociedad civil y a las posibilidades de control del ejercicio del poder que ésta encarna, análisis especialmente aplicable a lo ocurrido en España, donde los resultados de las elecciones de 1982 dieron lugar a cierta creencia de ultralegitimación, fenómeno inocuo en sí mismo, pero peligroso en cuanto pudo provocar que el poder se viera liberado de su atadura propiamente democrática: la limitación del poder por la vía de los derechos fundamentales. Estoy convencido de que esa reflexión debe encabezar el desconcierto de los ciudadanos que en estos momentos piensan que los detentadores del dominio pudieron soslayar las reglas del juego, dando lugar al conocido peloteo empresarial y financiero, y a otra cuestión cualitativamente mucho más importante, porque empeña lo único que realmente diferencia a la democracia, un sistema que se constituye en garante de la vida y libertad de sus miembros y que lo único que, en consecuencia, no puede permitirse es matar y secuestrar.Cuando una democracia se encuentra en un atolladero como el presente, reacciona distinguiendo, no sólo conceptualmente, entre la responsabilidad política y la judicial, que tienen espacios de desarrollo y eficacia diferentes, y que conviene no confundir porque, entre otras cosas, no son en modo alguno excluyentes. Lo que, desde esa perspectiva, está claro es que, vulnerado (hablando siempre en hipótesis de trabajo) lo que es esencial de la democracia, y se despliegue o no el reproche puramente político, los jueces deben intervenir, no porque sean mejores que nadie, sino porque disponen de las condiciones de soberanía funcional suficientes como para apartarse de la praxis de la oportunidad. Son independientes por declaración constitucional, y por ello se les debe exigir que resuelvan la tensión ética, que siempre existe entre las convicciones y la responsabilidad, del lado de las primeras, ya que no podemos olvidar que la vida y la libertad son innegociables. Están apartados de los imperativos de la conveniencia que gobiernan el sentido débil de la política.

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Los jueces y la política
Una tensión que urge resolver

Desde ese punto de vista, resultan patéticas las alusiones a la Judicialización de la política", tan características de alguno de los supuestamente perjudicados por las actuaciones judiciales, noticiadas estos días, y, no lo olviden, del recurrente discurso conservador español, en especial el de buena parte de la derecha judicial, siempre seducido por la indebidamente llamada "razón de Estado".

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Junto al deseo explícito de que los jueces vuelvan al limbo de las apariencias, del que les liberó la Constitución que nos dimos los españoles, los titulares de ese discurso arrojan, siempre que el sistema de poder se ve afectado por una actuación judicial, una sospecha que nace de la. cansada costumbre de hablar, más que de estrategias de convencimiento de los ciudadanos. Me refiero a las acusaciones de parcialidad de los magistrados, por la supuesta ideología de éstos o por actitudes más o menos circunstanciales que hayan mantenido en su vida pública. Se trata, entonces, de olvidar que la democracia es una cuestión de certezas, y que lo importante para la convivencia es que los jueces realicen, con arreglo a las leyes, las funciones jurisdiccionales por las que los. ciudadanos les pagan. Está claro que son precisamente los sujetos con mayores posibilidades reales de defensa los que delatan supuestas parcialidades, que pueden contestar (y de las, que podrían liberarse, de, ser ciertas) sin ningún problema, por los cauces prevenidos en las leyes.

Hay que ir convenciéndose de que los jueces dejan de ser agentes del sistema político, donde les ubicó el jacobinismo, para acercarse a la sociedad civil, el espacio donde está la vida, sus actores y los derechos, en una función mediadora entre aquél y ésta. Y llevarlos derechos al poder, para limitar sus abusos, impugnando a los que puedan ir contra los valores que constituyen la democracia con la disculpa dé intentar protegerla. La democracia será fortalecida si la sociedad es capaz de decirles a sus gobernantes que existen cosas que en ningún caso pueden hacerse.

José Antonio Alonso es magistrado, portavoz de Jueces para la Democracia.

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