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Rusia: permiso para atropellar

Después de que pasó la época de los inventores de recetas milagrosas, nadie sabe qué hacer con Rusia. No es un enemigo, pero tampoco un aliado. Y no podrá serlo hasta que encuentre una vía democrática para su desarrollo. Mientras, es mejor apoyar a Yeltsin, aunque no agrade en Occidente, aunque además tampoco tenga proyectos para sacar a su país del marasmo. Da igual, porque cualquier alternativa puede ser peor. Por lo menos Yeltsin aguanta la tapadera de la olla en descomposición. Después veremos. De ahí que la doctrina atlantista en relación a su antiguo enemigo sea tan simple: no molestar al gran oso dormido, no vaya a ser que despierte de su letargo y se acuerde de que un zarpazo de sus garras todavía está en condiciones de pegar una tremenda sacudida a medio planeta. No es probable que se atreva a usar la fuerza contra Occidente, pero aún así Rusia sigue siendo potencialmente peligrosa y, por si acaso, hay que andarse con cuidado.Es un temor comprensible. De otro modo no se explica la actitud timorata del Gobierno americano y de los europeos. Aunque desde España Moscú sigue pareciendo muy lejos, no se puede negar que es la capital del mayor, el más próximo y el más inquietante vecino de una Europa rodeada de mar por todas partes menos por Rusia. Basta una ojeada al mapa mundi y un simple recuerdo de la eterna vocación imperialista de los rusos para helar la sonrisa de los que desde aquí presumen que el asunto no va con ellos.

A los cinco años de la caída del Muro, está claro que las fronteras controladas por Rusia han retrocedido en el sur, en sus confines con el mundo musulmán y, sobre todo, en Europa. Los países del antiguo Pacto de Varsovia, capitaneados por Polonia y la República Checa, huyen de las garras de su antiguo dueño y optan por reincorporarse a la Europa que dirigen Francia y Alemania. La respuesta positiva de la Unión es tan clara en el fondo como ambigua en la forma. Europa y la OTAN exigen paciencia y Havel -véase EL PAÍS del pasado 8 de noviembre- acepta resignado porque no contempla otra opción de futuro. Al mismo tiempo, la OTAN les admite sobre el papel pero se guarda de traducir en hechos la admisión. No sea que el oso vaya a gruñir. Aunque luego, en la reunión de la CSCE de este mismo mes, se deniega a Yeltsin su amable petición de volver a influir en Praga o en Varsovia -decisión a todas luces muy atinada, por más que incomprensiblemente los medios de comunicación la pintaran como fracaso-.

A los pocos días, surge la crisis de Chechenia, uno de los tantos países que escondía el uniforme color rojo de la antigua URSS, uno de los que ni estaban ni entrarán en el mapa con un nombre y un color diferenciado. La doctrina está más que clara: no molestar a Rusia.. Ya que no hay modo de ayudarla a incorporarse al mundo desarrollado y libre, por lo menos no hacer nada que pueda convertirla antes de la cuenta en un factor de inestabilidad. Si le apetece merendarse con sus vecinos pequeñajos, pisoteando unos derechos evidentes, allá ellos con sus conciencias, que los europeos quedaremos en paz con la nuestra. Después de las amargas lecciones de Somalia y Bosnia, se acabó la primavera del imperativo ético del intervencionismo. La realpolítik y la no injerencia se imponen de nuevo. Es más, lo razonable es que prevalga la prudencia. No vale la pena arriesgarse a mover un dedo por ninguna Chechenia. No hay otra posición realista. Así de claro.

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Y así de triste. La mejor noticia que salió de la reciente asamblea de Izquierda Unida fue el apoyo moral a los chechenos. Demasiado bonito. Un apoyo para quedar bien con el lado bueno del corazón pero que en nada compromete la egoísta frialdad de unos colectivos sociales que han agotado su capacidad de indignación ante la injusticia cuando afecta a los demás. Después del fracaso de los intelectuales franceses por Bosnia, agotadas las reservas propias de solidaridad en la campaña del 0,7, ni siquiera los independentistas catalanes van a mover un dedo por Chechenia. En general, los soñadores de nuestros lares andan bastante escarmentados.

Rusia es un gigante con impulsos imperialistas. De acuerdo. Pero no tiene otro argumento que su fuerza bruta para aplastar militarmente a Chechenia. Un elemental realismo aconseja a Occidente no mover un dedo por Chechenia. Bastante ha hecho ya, considera, con iniciar la recuperación de la Europa del Este. Por lo menos, Mitterrand tuvo el gesto de plantarse en Sarajevo, aunque luego se ha visto que no sirvió para nada. Ahora, ningún Gobierno europeo se molestará en proponer sanciones o advertir seriamente a Moscú. La estabilidad ante todo. El cinismo interesado dicta su ley y sobra la retórica. Es probable que no haya otra opción. Estamos atrapados, pero por lo menos seamos conscientes de la poca altura moral de las sociedades occidentales y de sus dirigentes. Con Chechenia se comete una bajeza de la que no es posible escapar ni individual ni colectivamente. Condenar la agresión de boquilla es tan fácil que resulta hipócrita.

es escritor y periodista.

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