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Tribuna
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Alcohol profundo

En 1963, días antes de que mataran a John Kennedy, una noche fui a parar a un silla ocre del rincón, junto al pasillo que conducía al retrete, del café Comercial, en lo que ahora llaman Malasaña, donde Ignacio Aldecoa bajó muchas noches los peldaños de su lento descenso al sueño. Me llevó Eusebio García Luengo: "Este insensato quiere ser escritor". Contestó Aldecoa, con burla: "Si se queda, le disuadiremos". Y no dejé de volver, medianoche tras medianoche, durante casi cuatro años, al lugar donde iniciaba su itinerario de desgaste en busca de la tregua nocturna con una carcoma íntima. Derramaba durante horas su luminosa palabra y ésta, a medida que se empapaba de alcohol, se ensombrecía, hasta que era tragada por una brusca mudez. Entonces ya caminábamos solos hacia la esquina de Cea Bermúdez y Blasco de Garay -yo vivía un poco más abajo- y él, ante la inminencia de su casa, aceleraba el paso y era ya incapaz de articular dos palabras.Yo vivía en una nube diez o doce años más tierna que la suya, y aquel hombre dueño de contagiosas carcajadas metálicas y de una cordialidad no calculada hacia quienes todavía no conocíamos nuestro propio camino a ninguna parte, despertó el asombro, del niño ante la presencia deslumbrante de un hermano mayor desconocido. Y si su palabra me alimentó, el descubrimiento de que dentro de ella había ausencias indescifrables fue perturbador, pues sus silencios despedían una sensación de desamparo tan intensa, que me obligaban cuando ocurrían a estirar con dolor los huesos e invertir el orden natural de las cosas, pues durante un tiempo inacabable era el aprendiz mudo quien tenía que convocar, ante la súbita mudez del maestro, las últimas palabras del último tramo de la noche.

Una madrugada de la primavera de 1967, cuando bajaba a mi casa después de haberle dejado una vez más con la mirada volcada dentro de su silencio, oí a mi espalda su voz sin aire que pedía otro trago. Su botella, dijo, estaba seca y no conocía por allí un rincón húmedo abierto a aquellas malditas horas. Yo sabía uno: la puerta del Castropodame, en un esquinazo de Guzmán el Bueno, donde el tabernero era insomne y, si se le sabía llamar con golpes de nudillos sobre la, chapa de hojalata ondulada del cierre, sacaba la mano por una holgura de este y, tras. barrer hacia dentro las monedas que le dejábamos en el suelo, depositaba fuera un vaso de papel con un culo de Dyc.

Sentado en la acera sobre una pequeña carpeta que había traído aquella noche, Aldecoa apuré el último trago en vanos trasiegos por la ranura negra. Vaciaba el vaso -era la primera y fue la última vez que le vi beber así- a golpe seco de codo y con mueca amarga; y me habló de un interruptor eléctrico que había dentro de su cabeza. Dijo que todavía no había sonado su clac y que, cuando éste sonaba y era audible, se suspendía la batalla y llegaba la tregua: "No la paz, la tregua", insistió. Y de los meandros del monólogo saltó la imagen de que beber era buscar un tránsito entre dos puntos de luz, en cuyo interregno la muerte era la plenitud. No fue la salpicadura de un vómito de borracho murmurado a otro: horas después de que Aldecoa se levantase de la acera y, de árbol en árbol, volviese a su casa, intuí algo en la naturaleza del enigmático estupor que enmudeció al escritor durante casi diez años.

Aldecoa dejó olvidada sobre la acera la carpeta a que había estado agarrado toda la noche, como un náufrago a una tabla, y sobre la que se había sentado frente a la última taberna. La recogí: contenía las galeradas de Parte de una historia, relato imposible y tal vez por eso genial, que abre una puerta de acceso al interior de la impenetrable mudez que ocultaba aquel apaciguamiento entre luz y luz a que, se había referido. Comienza: "Ayer he vuelto a la isla"; termina: "Mañana dejaré la isla"; y en medio la flotación sin rumbo del narrador en duraciones errantes, la deriva de su conciencia sobre una charca de tierra poblada por inmovilidad y muerte, ecos del alcohol profundo. Es lo que se dijo a sí mismo, a través de mi, aquella madrugada y que me desvelé que su alegría estaba sembrada de muerte. Cuando ésta le sobrevino, hace ahora un cuarto de siglo, vivía dentro de él. Yo conocí una noche su rostro y no quise girar la mirada para verlo otra vez.

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