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Tribuna
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El sistema y los pícaros

Juan Luis Cebrián

Este otoño nos ha regalado con una abundante vendimia de libros que, bajo la aparente vitola del periodismo de investigación o de las memorias personales, tratan de iluminar a la opinión pública sobre algunos aspectos recientes de la historia pequeña -y aun de la grande- de este país. Naturalmente, no todos esos libros son iguales: no responden a la misma intencionalidad ni la calidad de sus afirmaciones es necesariamente equiparable. Pero todos, sin embargo, tienen un aire de familia: tratan de ilustrarnos, cada cual a su manera, sobre las interioridades, la trastienda y aun las opacidades de personas e instituciones decisivas en la vida española.Con raras y brillantes excepciones, estos pretendidos ensayos o documentos son de una parcialidad evidente, cuando no de una subjetividad declarada. Y en el viaje, muchas veces paranoico, que los autores pretenden realizar de la mano del lector se mezclan descripciones de hechos ciertos con medias verdades, manipulaciones interesadas, opiniones discutibles y mentiras flagrantes. La habilidad o la torpeza -según los casos- de los escribanos de turno hace imposible distinguir el grano de la paja, de modo que el resultado es una aseada mezcla de datos interesantes, cotilleos curiosos e invenciones despiadadas y difamatorias sobre las que se construyen toda clase de fantasías, en un alarde demostrativo de hasta qué punto es posible utilizar la libertad de expresión como pretexto de las propias manías de algunos escritores.

Otra característica común a la mayoría de estas obras es que están mediocremente escritas, y en casi ninguna se citan fuentes acreditativas de los hechos que relatan. Éstos se construyen prácticamente a base de confidencias de origen ignoto, en las que se utilizan a menudo contenidos de conversaciones privadas, que en ningún caso han sido verificadas por los autores. Si yo tuviera que juzgar las aseveraciones que hacen por las referencias a hechos de los que he sido testigo o he protagonizado, debería concluir que nada de lo que narran es creíble, porque nada es verdad o porque, aun siéndolo en parte, ésta resulta insignificante junto al cúmulo de falsedades construido en torno a unos cuantos datos ciertos.

Pero no se puede negar la resonancia social de alguna de estas obras, potenciada por operaciones de promoción y venta de habilidad indudable, lo que las convierte en necesario objeto de atención. No sólo para desmentirlas, sino, sobre todo, para depositar en alguna parte el testimonio escrito de que estos libros no pueden, en modo alguno, ser materiales de trabajo fiables para la reconstrucción de la verdad. Es de suponer que el buen criterio de los historiadores del futuro llevará a no prestar mucha atención a algo que carece de cualquier mínimo rigor documental. En cualquier caso, es difícil imaginar el método de rectificación. que podría utilizarse para devolver los hechos a su justo término, y no deseo un nuevo aluvión de libros destinados a demostrar exactamente todo lo contrario de lo que éstos pretenden.

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La teoría subyacente en ellos es que gran parte de los latrocinios y descalabros empresariales llevados a cabo en España por algunos avispados son, fundamentalmente, el fruto de su connivencia con el poder político. La posterior defenestración social de estos individuos se debería a la resistencia de ellos mismos a encuadrarse obedientemente en lo que, con expresividad muy poco imaginativa, definen como el sistema" o el "régimen". La mayoría de los autores que comentamos, y todos sus estusiasmados propagandistas, coinciden en la denuncia de un poder, maligno y oculto, instalado tras las instituciones sociales y jurídicas de nuestro Estado. Dicho poder habría vaciado de contenido democrático a la vida española, al no estar sometido a ningún tipo de control legal o político, y se pondría de manifiesto tanto en el comportamiento del Gobierno como en el del mundo financiero o el de los medios de comunicación.

No niego que este último aspecto ha multiplicado mi curiosidad por el tema, dado que EL PAÍS y su empresa son señalados abiertamente, en la mayoría de los casos, como "la punta del ice berg" de semejante conspiración. Resultan, por lo mismo, objetivos a destruir en esta nueva cruzada de nuestra historia civil, dispuestos como están sus adalides a demostrar a cualquier precio la muerte de la democracia a manos de Felipe González y de Jesús Polanco, de quienes se ha llegado a escribir que tanto montan, y que son presentados como genuinos enemigos de las libertades de los españoles. Que acusaciones tan gruesas se hagan desde tribunas conocidas por su apego al oscurantismo y su nulo compromiso con la democracia poco importa. Mucho menos interesa todavía la contribución objetiva que esta casa o determinados partidos políticos, como la UCD y el socialista, hicieron en su día al establecimiento y consolidación de la actual monarquía parlamentaria. La derecha se encarga de recordamos que Franco es un fantasma del pasado del que ya no se siente culpable. Pero, por lo mismo, es preciso descubrir la manipulación interesada de estos análisis, y los motivos nada altruistas sobre los que se construyen.

El descubrimiento, que se presenta como novedad intelectual, de la existencia de un "sistema" de poderes que trasciende a las instituciones es de una obviedad tan bochornosa que cabe preguntarse sobre si el autor de la teoría será un ignorante -lo que parece improbable- o sólo un cínico. La presencia de los llamados poderes fácticos en todas las sociedades, y de lo que ha dado en denominarse el establishment, ha sido materia tan frecuente de estudio que enrojece la pretensión de denunciarla ahora como si se tratara de una primicia filosófica. La tendencia a adjudicar a ese establishment un comportamiento conspiratorio permanente, cuya demostración serían las funestas consecuencias sufridas por quienes no se avienen a sus reglas, pertenece también a lo más granado de la tradición periodística y está en la base de un buen número de guiones de Hollywood. Pero la aseveración de que las instituciones democráticas están secuestradas por esa conspiración y son inanes e inermes frente a las fuerzas de la misma recuerda demasiado a las argumentaciones totalitarias de aquellos individuos empeñados en el anhelo de un orden social perfecto, imposible de conseguir si no son precisamente ellos quienes lo rigen.

En este punto, avergüenza comprobar que es todavía necesario repetir la más simple de las meditaciones sobre la democracia, aquella que la describe como "el menos malo de los regímenes conocidos". Las instituciones de los países libres no evitan per se la existencia de mafias, entre las que es necesario incluir las de los financieros y periodistas corruptos, ni anulan la operatividad de poderosos centros de influencia. Simplemente, tratan de garantizar unas mínimas reglas aceptables por todos que permitan solucionar los conflictos con la menor apelación posible a la violencia.

En España, por el momento, y para desgracia de los charlatanes que se empeñan en que "esto no es una democracia'." seguimos teniendo elecciones periódicas -cuya limpieza no ha sido puesta seriamente en duda por nadie- y, que yo sepa, los ciudadanos son libres de escribir y leer lo que deseen. Hasta el punto de que nuestro marco de convivencia permite la publicación de diarios golpistas o de portavoces del terrorismo etarra, lo mismo que la venta de libelos con aspecto de libro y la degradación de las ondas a base de la emisión de naderías engoladas, que nadie es obligado a pronunciar, ni mucho menos nadie compelido a oír. Un régimen así, que garantiza la pluralidad a veces hasta límites extravagantes, podrá ser acusado de cualquier cosa menos de conspiratorio y, desde luego, cumple con creces los requisitos de la democracia, que, hoy por hoy, sigue siendo el verdadero sistema que nos rige. De modo que, por ejemplo, las comparaciones de Felipe González con Franco, además de obscenas, son estúpidas y resultan el mejor camino para perpetuar a aquél en el poder, porque deforman el diálogo político hasta el ridículo y ponen en evidencia la debilidad dialéctica de sus oponentes.

Entre los libros que comento se encuentra el de un periodista al que despedí de EL PAÍS, en mi época de director, porque publicó a sabiendas una noticia falsa que, además, beneficiaba los intereses de un sujeto tan digno de atención como Javier de la Rosa. En su obra se recogen un buen número de encuentros y conversaciones entre Mario Conde y Jesús Polanco, a gran parte de los cuales he tenido oportunidad de asistir por razones profesionales. El autor acierta en algunas cosas, pero, en su conjunto, la descripción y análisis de los hechos que cuenta se ajustan muy poco a la realidad, al menos tal y como yo la viví. Son conversaciones en las que estábamos presentes tres o cuatro personas, y, desde luego, ni Polanco ni yo hemos sido preguntados, "chequeados", como se dice en el argot, sobre la veracidad de lo que allí se escribe, lo que demuestra que el otro interlocutor ha hecho uso -a mi parecer abusivo- de conversaciones personales, tergiversándolas, manipulándolas -él o su escribiente- y maquillándolas, naturalmente, a su favor. No sé si Una manera de derribar ese siniestro "sistema" contra el que nos ponen en guardia es saltarse a la torera cualquier norma de decencia. Pero es evidente que lo que interesa al autor del libro no es la verdad de lo que narra, sino su eventual verosimilitud como demostración de sus hipótesis.

La mayoría de estas cosas se escriben, al margen todo empeño de honestidad profesional, por exclusivos motivos personales, desde guerras comerciales hasta venganzas entre antiguos amigos, pasando por delirios de la razón y unas cuantas borracheras de vanidad o de alcohol, según los casos. O sea, que estas gentes que empuñan la pluma como si fuera una brocha o un garrote sólo tratan de practicar un ajuste de cuentas. Cualquier método parece bueno a la hora de desacreditar al opositor en política o al competidor en el mercado, y no se para en mientes ante la injuria, el engaño o la mentira.

El silencio es, desde luego, la tentación humilde de quien se sienta agredido con tales maniobras. Pero conviene advertir que, por muchos libros de este género que se escriban, los hechos seguirán siendo tan testarudos como siempre. Los problemas de España no se resumen tanto en la existencia de un "sistema" inasible y siniestro que gobierna nuestras vidas como en la impunidad con la que circulan por ellas determinados pícaros. La colección de mentiras encuadernadas con que ruidosamente se han presentado ahora no es sino una constatación más a este respecto.

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