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Tribuna
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Aborto: argumentos, mitos y sambenitos

Hace un par de meses aparecía en un periódico madrileño un artículo, firmado por un canónigo de la catedral de Málaga titulado El aborto no es de izquierda. Aunque no se comparta la línea argumental, se agradece la contestación de un antiguo dogma. También el presente artículo podría paradójicamente titularse El aborto no es feminista. Ha llegado el momento de romper esquemas e ideas hechas arrastradas hasta ahora por el lastre de las reivindicaciones clásicas y los encasillamientos fáciles.La izquierda y las feministas no han hecho sino atreverse a expresar una necesidad de todos. Nadie reivindica el aborto como si fuera un bien deseable, nadie desea abortar. Lo que se viene solicitando desde esas determinadas posturas ideológicas es romper de una vez con la hipocresía y la doble moral.

Quienes, desde posturas opuestas, dicen desear mantener el aborto dentro del código penal, tipificado como delito, asumen considerar como delincuentes que deben ser encarceladas y apartadas de la sociedad -para la que suponen un peligro-, a miles de ciudadanas españolas, honradas e inofensivas, que son en realidad siempre víctimas de situaciones vitales profundamente conflictivas y traumáticas. Ésto y no otra cosa sería el resultado del rechazo al nuevo proyecto de la ley. Y no otra cosa porque, como es bien sabido, las leyes penalizadoras no protegen la vida de los embriones ni disminuyen el número de abortos. En realidad, lo único que consiguen es multiplicar el número de abortos clandestinos realizados en condiciones sanitarias deficientes, aumentando el riesgo para la vida y para la salud de las mujeres. Y cerrando el círculo de culpa, pecado, secreto y peligro que rodea una práctica que es inocua cuando se realiza con condiciones médicas adecuadas, dentro de la legalidad. Según estimaciones de la Organización Mundial de la Salud todos los años se producen en el mundo entre 36 y 53 millones de abortos, de los cuales un tercio es ¡legal. Los abortos ¡legales constituyen una de las mayores causas de mortalidad materna. Entre 125.000 y 160.000 mujeres mueren todos los años por abortos clandestinos (Organización Mundial de la Salud 1992).

Todas las mujeres, feministas o no, de derechas o de izquierdas, saben que cuando, después de una dolorosa reflexión, con sufrimiento, con miedo, con amargura y desgarramiento físico y psíquico, alguien decide abortar, lo hará por encima de todo: leyes, religiones y riesgos. Abortar es un acto sin ideología. De hecho no debe existir ni una sola mujer que no haya sentido alguna vez el temor angustiado de no ver aparecer la regla en el día previsto y no se haya alegrado con su llegada y por lo tanto con la desaparición del posible embrión. Las leyes regresivas no disminuyen el número de abortos y, al contrario, las legislaciones más abiertas no se traducen en aumentos espectaculares. de las interrupciones del embarazo. Holanda con una legislación de plazos tiene una tasa de menos de 10 abortos por cada 1.000 mujeres en edad fértil y, sin embargo, Grecia con una ley más restrictiva tiene más de 50 interrupciones voluntarias del embarazo por cada 1.000 mujeres en edad fértil.

Como ya se han empleado 1.000 veces los contrargumentos se emplean como latiguillos sin reflexión alguna. Se dirá: "No es lo mismo el deseo que el acto" y también "No porque exista el crimen se deben suprimir las leyes que lo castigan".

Argumento que presuponen que el aborto es el asesinato del más débil", lo que lleva irremediablemente a la estéril polémica sobre si hay v¡da, cuándo empieza ésta y hasta qué punto es sagrada.

Es obvio que el embrión tiene vida, como la tienen las células de la piel y la mucosa, que se destruyen continuamente. Es obvio que es vida humana en proyecto, como lo son los óvulos y los espermatozoides, que no suelen venerarse. Es indiscutible que, además, tiene una dotación cromosómica completa y capaz de originar un ser humano, como la tiene el óvulo fecundado, que se destruye con extraordinaria frecuencia, naturalmente o con diversos métodos de planificación familiar, o los embriones restantes de las técnicas de fecundación in vitro, que la ley obliga a destruir. La vida es un continuo y es absurdo y tergiversador basarse en la ciencia, que desde la ingeniería genética abre cada día nuevas y vertiginosas posibilidades, para sostener argumentos morales, religiosos, sociológicos o políticos.

Las leyes están hechas para mejorar la calidad de nuestra existencia y asegurar la convivencia. El contrato social consiste en conceder derecho s a los demás para que, a su vez, nos concedan derechos. Todos pensamos que es inmoral matar personas y condenar el asesinato es una regla social imprescindible. La existencia cotidiana sería horrible si no existiera la norma de no matar a nuestros semejantes, y las leyes la han ido imponiendo a lo largo de la historia porque era útil y buena.

El derecho a la vida del feto o es algo que la soc¡edad desee imponer e verdad por encima e la libertad de los padres, o que se imponga con evidencia desde imperativos kantianos inherentes a la moral humana. Las miles de mujeres que toman la dura decisión de abortar -tantas veces no por su propio interés sino por el bien de los demás: sus otros hijos presentes o futuros, sus compañeros, sus familiares-, no se sienten asesinas, no se sienten culpables, no son seres despiadados y crueles a los que la sociedad tenga que tener a raya y castigar.

Sin embargo, existen personas que dicen sentir algún tipo de reparo moral de solidaridad (?) por el embrión. Ninguna ley les obliga a ellos a abortar, pero ellos pretenden imponer sus deseos y sus ideas sobre el derecho de las parejas a decidir libremente sobre su paternidad. Entre estos dos derechos no cabe duda sobre cuál es más legítimo. Los padres se verían obligados a aceptar una amarga responsabilidad, que por falta de capacidad, de recursos, de ilusión o por cualquier otro motivo, no están dispuestos a asumir. En cambio, las reivindicaciones de los que quieren prohibir el aborto son de dudosa legitimidad y derivan de principios dogmáticos o religiosos. La indignación o la lástima por un lejano embrión es de tipo general, transitoria, abstracta, intelectual y retórica. El interés por el feto que dicen sentir algunos es pálido y capricho so comparado con el drama real de la mujer que no puede permitirse tener ese hijo.

La filosofía antiabortista es más instrumental que racional. Se aplica como justificación de dogmas a prior¡ y luego se le violenta con incoherencias para evitar consecuencias molestas. En realidad, lo que hay en juego son parcelas de poder, intentos desde la Iglesia y las ideologías más tradicionales de conservar la mayor influencia posible y de seguir considerando a las mujeres seres inferiores, eternas menores de edad irresponsables, a las que la naturaleza ha dado -por un incomprensible error- ésa importantísima capacidad de perpetuar la especie y que es necesario proteger contra sí misma, tutelar y dominar.

En realidad, el aborto no presenta grandes dificultades éticas, como se deduce de la actitud íntima mayoritaria cuando el problema se plantea personalmente. Es importante señalar que la solución teórica está clara: una ley de plazos en la que la decisión final corresponde libremente a la mujer. Si el tema resulta conflictivo es exclusivamente en el terreno de la política.

A este respecto es sintomática la evolución de las actividades de los partidos políticos de derecha en nuestro país.

Si ahora se erigen en los máximos defensores de los métodos de planificación familiar como alternativa total al aborto, hay que recordar que, hace no tantos años, votaron en contra de la ley que los despenalizó. Si ahora se encuentran muy satisfechos con la ley de indicaciones de 1985, acordémonos de cómo se opusieron a ella con las mismas razones que hoy esgrimen. La ambigüedad de sus argumentos y la debilidad de su rechazo moral queda en evidencia cuando admiten que, en realidad, con la legislación actual todas las mujeres pueden abortar. Y es cierto que el 97% de los abortos legales realizados en nuestro país se acogen al supuesto de peligro para la salud psíquica de la madre, donde evidentemente puede caber casi todo. Eso sí, dentro de una inseguridad jurídica capaz de crear graves problemas de arbitrariedad, como lo demuestran los numerosos procesos resueltos por vía de indulto o aún sin resolver.

Es evidente que los aceptan hasta aquí pero ni un paso más, los que se preguntan ¿para qué un sistema de plazos? ¿para qué la decisión última de la mujer? deben conocer la respuesta. Es la coartada de la doble moral que permite que una vez hecha la ley, hecha la trampa. Pero creen que la mujer debe humillarse y fingir y suplicar y pasar por decirle a alguna figura autoritaria, un médico o un psiquiatra -al que alguien ha dado derecho a decidir sobre sus más íntimas necesidades- que está a punto de la locura o la depresión, que no es un adulto sereno, sano y responsable, capaz de meditar y de distinguir el bien del mal, sino un pobre ser enfermo cuya cabeza flaquea ante el embarazo.

Si la opinión pública aparece bastante dividida probablemente no es por motivos racionales, ni por una reflexión ética, sino porque se ha tomado el asunto como una bandera política que obliga a suscribir la opinión del bando propio sin plantearse razones. Posiblemente oponerse al aborto sea una de las últimas señas de identidad emblemáticas de los conservadores en. nuestro país. No así en los de nuestro entorno europeo donde Gobiernos conservadores y democristianos han regulado leyes más permisivas.

Muchos de los que se sienten afines a estas ideologías enarbolan la bandera antiabortistas por respeto a sus mayores; a tradiciones inamovibles, o por miedo a provocar reacciones incómodas. Es normal que algunos no estén dispuestos a ceder racionalmente en este tema mientras tantas parcelas de su fundamento ideológico y de su ideario se van disolviendo, pero muchos otros pueden y deben votar en conciencia.

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