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Asesinos y carceleros

La reñida batalla librada dentro del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) en torno al anteproyecto de ley para ampliar los supuestos despenalizadores del aborto sólo ha sido la golondrina anunciadora de las tormentosas peleas que se desencadenarán cuando la norma sea discutida por las Cortes Generales. Pese a que los adversarios del texto gubernamental se impusieron por siete votos contra seis, la falta de quórum del CGPJ impidió que su opinión adquiriera formalmente el carácter de dictamen -preceptivo pero no vinculante- sobre el anteproyecto.Al día siguiente de la reunión del órgano de gobierno de la magistratura, la Comisión Permanente del Episcopado reiteraba su rechazo del aborto; dado que los obispos consideran injustificable moralmente y sancionable legalmente cualquier forma genérica de interrupción voluntaria del embarazo, la reprobación específica del nuevo supuesto (los abortos realizados durante las doce primeras semanas) resulta redundante. La jerarquía eclesiástica manifiesta verbalmente su comprensión hacia las mujeres que se vean tentadas a abortar por las dificultades reales de su vida"; sin embargo, la cerrada negativa de la Iglesia a admitir los modernos métodos anticonceptivos, decisivos para disminuir los embarazos no deseados y su posterior interrupción traumática, hace incoherente o hipócrita esa expresión retórica de buen sentimiento.

Ante las deformaciones caricaturescas y . sectarias de los términos del problema, resulta obligado recordar que el debate sobre las consecuencias legales de la interrupción voluntaria del embarazo no enfrenta a los que están a favor o en contra del aborto sino a quienes están en contra o a favor de la cárcel para las mujeres que lo practican en determinados supuestos.

No es cierto que los adversarios de la criminalización del aborto aplaudan, fomenten o quiten importancia a la dramática decisión tomada por una mujer que resuelve interrumpir la gestación: sólo mantienen que el eventual desacuerdo moral con esa conducta no debe prolongarse en un castigo judicial. El principio de intervención mínima del Derecho Penal, una de las grandes conquistas del mundo civilizado, significa que el Estado no sanciona de manera indiscriminada todos los comportamientos social o éticamente reprobables: especialmente si esa actitud de rechazo -como sucede con el aborto- no es mayoritaria o trata de ser impuesta por dictados eclesiásticos poco respetuosos con la libertad ideológica y religiosa de los demás ciudadanos.

En un libro titulado El dominio de la vida, advierte Ronald Dworkin sobre el peligro de que la guerra librada actualmente en Estados Unidos entre los partidarios y los adversarios de sancionar el aborto con penas de cárcel se convierta en una nueva versión de las terribles guerras europeas de religión del siglo XVII. En su opinión, solo será posible restaurar el clima de tolerancia y recomponer el consenso social si los belicosos dirigentes de los movimientos antiabortistas abandonan la insostenible tesis de que un embrión es un niño indefenso y la interrupción del embarazo equivale a un asesinato. Los irresolubles problemas teóricos y prácticos planteados por la extravagante doctrina de los derechos personales del feto han sido adecuadamente contestados por la teoría según la cual la vida humana tiene un valor intrínseco -"sagrado", dice Dworkin- antes incluso de que el ser intrauterino tenga movimientos o sensaciones; esa línea de argumentación ha guiado la jurisprudencia del Tribunal Constitucional español, que considera al feto como un bien jurídicamente protegido pero despenaliza el aborto en determinados supuestos. Porque el compromiso de un Estado laico con la defensa de la vida no implica negar a las mujeres la última palabra a la hora de abortar: ni menos aún obliga a encarcelarlas como peligrosas asesinas si adoptan la decisión -siempre moralmente conflictiva- de interrumpir su embarazo.

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