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JUAN JOSÉ LABORDA 'Ubi bene, ibi patria'

Por primera vez en nuestra vida democrática se ha producido la coincidencia de dos hechos políticos relevantes: el Gobierno carece de mayoría en el Parlamento y el sistema de comunidades autónomas está generalizado en todo el territorio insular y peninsular de España. La opción del Gobierno de completar su mayoría mediante acuerdos con los nacionalistas catalanes y vascos, en estas circunstancias, está sirviendo para atizar rescoldos enfriados de un viejo nacionalismo español cargado de desconfianza, especialmente, hacia el autogobierno de Cataluña. Olvidando que la identificación del nacionalismo catalán con la Constitución de 1978 ha sido uno de los factores de estabilidad más importantes para la monarquía parlamentaria, sectores políticos e ideológicos conservadores, acompañados, en ocasiones, por otros de izquierda, expresan con intolerancia su rechazo a la política que CiU está siguiendo de apoyo al Gobierno, negando la mayor: que lo que significa Pujol tenga cabida en un proyecto para España.Hay, sin duda, bastante de tacticismo electoral en todo esto. Pero las consecuencias para la convivencia civil pueden ser más duraderas que la actual coyuntura política. Por eso, porque el desarrollo de nuestro Estado no puede quedar al albur de tácticos acuerdos políticos y porque España es más que un Estado, se hace preciso un esfuerzo de conceptualización, de consenso político y de búsqueda del lugar donde uno y otro puedan lograrse, a cubierto de la borrasca electoral. El presidente del Gobierno y los presidentes de las comunidades autónomas deberían intentar, en el debate convocado para septiembre, comprobar si la Comisión General de Comunidades Autónomas hace del Senado ese lugar adecuado. También, si lo es para abrir una sena reflexión conceptual sobre España y el desarrollo del Estado de las autonomías, en un momento en el que, para ennoblecer la política, es preciso hacer de la necesidad virtud.

No es muy tranqulizadora la reivindicación de Azaña con la que los conservadores han adornado sus constantes apelaciones a la necesidad de construir un proyecto nacional. Azaña fue un táctico, cuya concepción de España, como ha escrito Francisco Ayala de toda la generación republicana, no llegó a madurar integrando los valores liberales con los principios de autogobierno para las nacionalidades que la República reconoció. Probablemente, los conservadores calculen que, una vez en el, Gobierno, llegarán a acuerdos pragmáticos con los nacionalistas, enfriando así el nacionalismo españolista que les acompaña en su ascenso. Pero ese tipo de cálculos puede fallar. Sin ideas nuevas, las solemnes palabras suelen provocar pasiones incontrolables.

Y en la izquierda, los complejos ideológicós ante la idea de España evidencian también una elementalidad conceptual. Existe el riesgo de que la izquierda cometa el error de formular un discurso serbio. Un reciente juicio final contra la burguesía catalana revelaque, a pesar de lo mucho que Pierre Vilar escribió, el conocido reflejo antisocialdemócrata del Kominform ocupa el lugar de las ideas en la mentalidad de su autor. Por eso, si los socialistas no somos capaces de hacer la reflexión sobre España que la generación de la República no tuvo tiempo de hacer, nuestra vocación articuladora, sin ideas nuevas, puede derivar hacia un neojacobinismo jeremiaco.

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La reciente problemática del trasvase y del agua apunta a que las grandes palabras, como solidaridad, serán aventadas por el populismo si un ideal, de España, asociado al concepto de ciudadanía, no les da base conceptual. Me parece que a los dirigentes socialistas de las comunidades autónomas les incumbe una dificil responsabilidad: demostrar que una concepción de España como nación política: integradora de las nacionalidades y regiones asegura apoyos electorales sólidos, sin que sea inexorable incurrir en el tipo de discurso localista que se critica en los nacionalistas.

Las actuales circunstancias políticas deberían invitar a los responsables políticos a acercar su discurso a los análisis que, dentro y fuera de la Universidad, algunos intelectuales están haciendo para superar la idea pesimista y casticista de España que, como herencia del 98, la generación democrática de la República no tuvo oportunidad de trascender. No se conjura el nacionalismo español del franquismo, olvidándose, de España. Es cierto que el régimen del 18 de julio identificó la patria con el ideario del trono y el altar. Y que hizo de la nación un dios absoluto al que había que sacrificarlo todo, la libertad el bienestar ciudadano y la pluralidad cultural de España. Pero el luminoso trabajo de Manuel Moreno Alonso sobre El sentimiento nacionalista en la historiografía española del siglo XIX nos descubre que existió también una tradición patriótica española, ilustrada, liberal y democrática. Que lo que escribieron José de Cavanilles, Juan Pablo, Forner, Juan Francisco Masdeu, Antonio Capmany, Blanco White o Pi i Maragall permite, sin complejos, definir y desarrollar un patriotismo hacia la España que la Constitución de 1978 refunda, compatible con los afectos hacia la Comunidad de origen, así como tolerante y racional en el debate con nacionalismos como el vasco o el catalán.

Este patriotismo que propongo para llenar el espacio ideológico que podría ocupar el viejo nacionalismo español si no somos prudentes no es. un programa político, sino un corpus de ideas y sentimientos, éticos y políticos, asimilables por cualquier organización política democrática. No sería un nuevo nacionalismo. Con gran lucidez, Robert Orwell escribirá en 1945 que el patriotismo "es una devoción por una particular forma de vida, que no se quiere imponer a los demás", mientras que el nacionalismo "es inseparable de la ambición de, poder". Ciertamente, hasta que la Revolución Francesa uniese el concepto clásico de patria con el de nación como fuente de poder, la idea occidental de patriotismo, desde Tucídides, Ovidio o Séneca, podría definirse como el disfrute y defensa de la libertad y del bienestar del ser humano, al que el derecho le reconoce el título de ciudadano. Patria est ubicumque est bene, escribirán los clásicos y repetirán -significativo- los apologistas de las revoluciones holandesa, inglesa y norteamericana de los siglos XVII y XVIII. Voltaire, en su polémica con Rousseau, llegará a afirmar que sólo se tiene patria bajo un buen rey. Edward Gibbon, por entonces, escribirá en su obra sobre Roma que la "virtud pública que los antiguos llamaron patriotismo nace del entrañable concepto con que ciframos nuestro sumo interés en el arraigo y prosperidad del Gobierno libre que nos cupo". En España, la palabra patria saltará de los libros al habla popular, se gún Alcalá Galiano, después de 1808. Y significó que: "El pueblo, así como a desobedecer, aprendió a mandar y a estarse continuamente mezclando en negocios de Estado". Estas citas me permiten indicar que ese patriotismo que creo necesario desarrollar se fundamenta en el derecho y no en la etnia o en el territorio. Es bueno recordar que la tesis de que la forma de los Estados debería estar determinada por razones étnicas o en singularidades culturales nace después de 1815, en el Congreso de Viena, y su paternidad corresponde a la Santa Alianza. Con acierto y para prevenir un regreso europeo a las guerras religiosas y nacionales, Jürgen Habermas pidió en Madrid en noviembre de 1991 definir un patriotismo constitucional europeo, de raíz humanista y basado en el concepto de ciudadanía.

Un corolario sobre la función integradora de la cultura. Desarrollar el concepto constitucional de España como patria común que reconoce a las nacionalidades y regiones que la integran comporta también concebir un ideal y unos símbolos en los que puedan identificarse los ciudadanos de una sociedad moderna como la nuestra. Habermas, en la conferencia a la que me he referido, sostenía la necesidad de asegurar la comunicación cultural entre ciudadanos de territorios con lenguas y culturas distintas, para asegurar simultáneamente el desarrollo del pluralismo cultural y de un espacio en el que fuera posible la integración. Es interesante resaltar que esa comunicación figura como un deber del Estado en nuestra Constitución.

. Reflexionar serenamente sobre esa función de la cultura común española, y hacerlo evitando Convertir los hechos diferenciales y los elementos compartidos en argumentos de lucha política, debería ser un esfuerzo de largo aliento. Es probable que sirva también para combatir las causas de lo que Alain Finkielkraut llama la derrota del pensamiento en nuestras democracias: la trivialidad espectacular, la ausencia de compromiso con las ideas y el localismo de nuestra época cultural posmoderna.

es presidente del Senado.

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