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Maleficio sexenal

Jorge G. Castañeda

Es peor que una tragedia griega, más cruel que una giettatura siciliana. Hay pocas cosas en el mundo tan recurrentes y tristes como la imposibilidad de terminar bien, desde 1964, para los se xenios en México. Díaz Ordaz, Echeverría, López Portillo, De la Madrid y ahora Salinas: cada quien puede escoger qué desenlace le parece más lamentable y dañino para el país; nadie puede sostener que alguno de esos fatídicos fines de fiesta resulta digno de ser conmemorado más que por haber llegado a su término. Nadie puede tampoco creer que personas inteligentes, informadas e indudablemente vanidosas no se hayan propuesto esquivar el terrible destino que la nueva mitología mexicana les deparaba. Pasaron nuestros presidentes sus sexenios enteros empeñados en vano por evitar la suerte de sus predecesores. La culpa no puede yacer en la personalidad de individuos tan diferentes como los anterior mente mencionados. Tiene que hallarse en el mecanismo suceso rio; es la fuente de nuestra esta bilidad, de nuestro desorden, de nuestra vergüenza. Sin duda parte del problema estriba en los tiempos. El presidente que va de salida pierde fuerza a un ritmo vertiginoso; su sucesor no lo adquiere, y en la diarquía interinaria, todos los franco tiradores, especuladores, opositores y malos perdedores hacen su agosto. Cuando más vulnerable es el sistema, más débil sus guardianes; cuanto más acotada la fuerza de la presidencia -la única que cuenta en este sistema-, mayor la tentación de golpear. Conservar un dispositivo de transferencia del poder tan errático, tan vulnerable y obsoleto ha sido desde hace más de veinte años la imprudencia misma; pero cada presidente prefiere ser el último de la lista de quienes lo utilizaron, que el primero de la de los que renunciaron a él. A fuerza de miedo y terquedad, cada seis años México vuelve a empezar: Sísifo en el Popocatepetl.

Los estragos, sin embargo, a diferencia de los rendimientos, van creciendo. Esta vez la crisis sexenal ha devenido en tragedia y en la desesperación por encontrar una salida a una especie de sortilegio de nacímiento.

Sólo que la tragedia de Colosio ha estrechado los márgenes de la salida; nada indica que vayamos por buen camino. Ni en materia de la investigación del asesinato del candidato del PRI; ni en la selección del sucesor M sucesor; ni en las perspectivas de la campaña; ni, por último, en los vaticinios sobre el desenlace el próximo mes de agosto existen razones para ser optimistas.

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Las pesquisas en torno a lo acontecido en Tijuana encierran varios vicios y diversas contradicciones cuya elucidación no se vislumbra. La designación de un integrante del poder ejecutivo a la vez miembro y militante del partido en el poder con aspiraciones políticas pasadas y futuras, haya sido o no a iniciativa o con el beneplácito de la viuda de Luis Donaldo Colosio, no es garantía de nada. La confusión, la falta de información y la proliferación de rumores y dudas no podrán ser paliadas por una Comisión Warren que no es comisión, ni es presidida por una figura histórica.

Peor aún, la aparente voluntad del Gobierno de controlar el curso de la investigación va a chocar cada vez más con la abundancia incontrolable de fuentes informativas. Sin duda alguna, brotarán en los próximos días y las semanas por venir nuevos vídeos del atentado desde ángulos distintos, nuevas fotografías, nuevas cintas audio, y por ende, nuevas versiones y teorías conspirativas. La tensión entre el afán de controlar y la imposibilidad de hacerlo generará escepticismo y conflicto en una sociedad donde no escasean ni el uno ni el otro.

Tampoco escaseaban alternativas teóricas a la selección de Ernesto Zedillo. Pero ninguna otra cumplía con todos los requisitos importantes: experiencia administrativa, tranquilizar a los mercados y al benefactor estadounidense, brindar garantías de seguridad al presidente saliente y a su círculo más cercano, no provocar una reacción excesivamente violenta dentro del PRI como hubiera sido el caso de Manuel Camacho. Pero resulta revelador de las intenciones del régimen el que aquel requisito que ocupa el primer lugar en la jerarquía de otros países en coyunturas análogas, a saber, capturar votos, casi no figuró en el círculo de quien tomó, por segunda vez, una decisión enteramente solitaria: Carlos Salinas. La razón esgrimida es que Zedillo -o cualquiera que contendiera con los colores del PRI- ganará gracias al efecto Pedro Infante: el enorme caudal de votos sentimentales o de simpatía para el PRI que la muerte de Colosio suscitará en el seno del pueblo de México. Más allá del evidente

RAúL desprecio hacia el electorado mexicano que esta visión encierra, plantea por lo menos tres interrogantes: ¿Qué piensa hacer el Gobierno si el efecto Pedro Infante resulta eímero e intransferible? ¿Qué hará el régimen con un candidato sin duda competente y honesto como administrador, pero por completo carente de experiencia electoral frente a un contrincante con muchas horas de vuelo y un contexto que le favorece? ¿Será la solución aceptar una elección limpia y en su caso la derrota, o arrebatar a como dé lugar? El envío de José Córdoba -el principal colaborador de Carlos Salinas desde 1979- a Washington puede ser un destierro y el precio a pagar por designar a Zedillo, o un arreglo entre dos amigos para proteger al más vulnerable. O, más ominosamente, puede representar un intento por amarrar apoyos y fondos en la capital del Tratado de Libre Comercio (TLC), o NAFTA, colocando dicha responsabilidad en manos del más confiable, el más hábil, y el mejor visto en los bastidores del poder que más cuenta.

Pero quizá la perspectiva más desalentadora se encuentra en una de las peores taras del sistema político mexicano, y que muy probablemente explica buena parte del ya descrito destino trágico de los sexenios. El periodo presidencial de Carlos Salinas se ha caracterizado por una serie de transformaciones económicas e ideológicas de gran envergadura: unas buenas, otras no, todas controvertidas. El proceso de cambio obligaba a discusiones de fondo, a divisiones reales de élites y masas, pero en todo caso de las primeras. No hubo tal: la clásica unanimidad de la élite política mexicana, que tanto daño le hace ahora al país después de haberle ayudado en los años de gestación, infancia y adolescencia del sistema actual, se mantuvo contra viento y marea. Ni las privatizaciones o la apertura comercial, ni el reconocimiento de la iglesia o el acuerdo de libre comercio con Estados Unidos, ni la ausencia de reforma política o la falta de crecimiento económico hicieron chistar a la clase política. Desde 1988 no se ha separado del PRI y del sistema una sola figura de primera o incluso de segunda línea por desacuerdos de fondo con el Gobierno actual. Y en los últimos meses, ni la guerrilla, el asesinato de Colosio o el segundo dedazo -ahora zedillista- han abierto grietasen el monolito. De que congratularse si de sobrevivir se trata; de que desesperarse pensando en el país.

Por una sencilla razón: sin fracturas no hay debate posible, y sin debate frente a disyuntivas de fondo, no hay camino acertado. Hasta hoy, los debates han sido con la oposición: apasionados y dignos, pero desiguales. Un puñado de diputados y una cofradía de intelectuales no pueden con un Gobierno entero, Televisa, los Estados Unidos y el

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