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La otra gente de Smiley

Antonio Muñoz Molina

De algunos libros y de algunos autores se acuerda luego el lector como de ciudades que visitó hace tiempo y de las que sólo le queda un cierto estado de espíritu, una tonalidad del clima o de la luz. De Conversación en la Catedral, por ejemplo, yo apenas puedo recordar nada de su trama complicada y magnífica, pero sí tengo una sensación muy precisa de nublado y de grisura sucia, de la llovizna triste de Lima, donde no he estado nunca. El Londres de Conan Doyle, como el de las peripecias entre policiales y teológicas del Padre Brown, es una ciudad que se multiplica indefinidamente en los atardeceres hacia suburbios idénticos, hacia hileras de casas bajas de ladrillo oscuro en las que no parece vivir nadie, pero donde uno puede ver de pronto, tras el cristal de una ventana, una habitación en penumbra desde la que mira a la calle un grave rostro asiático.El Londres suburbano y apaciblemente siniestro de Conan Doyle y de Chesterton acaba siendo el mismo por el que transitan los personajes de Ruth Rendell, asesinos y víctimas, perseguidores e impostores que rondan a alguien o que caminan a solas en las tardes húmedas y prematuramente anochecidas del invierno. La sordidez inglesa de los paisajes de Ruth Rendell se distingue de la de Chesterton o la de Conan Doyle en que es una sordidez posindustrial, con fábricas y naves abandonadas y túneles de ferrocarril por las que ya nunca pasan trenes. No hay gran literatura que no guarde, aparte del retrato de un paisaje o de un clima, el testimonio de un tiempo: si Sherlock Holmes y el doctor Watson viajan por el Londres tenebroso de humos industriales de la reina Victoria, los personajes mezquinos y fríamente curiosos de Ruth Rendell se mueven en la Inglaterra devastada por los años de la señora Thatcher, por la depredación y la codicia de los ochenta.

En Ruth Rendell, como en Conan Doyle y en Chesterton, lo que el lector agradece sobre todo es la monotonía, el reconocimiento inmediato de esas soledades urbanas en las que la melancolía y el tedio lindan con el horror o con la aparición de lo fantástico. Caminar a la caída de la tarde, o en el silencio desierto de una mañana de domingo, por algunos barrios apartados de Londres es como haber entrado sin darse cuenta en una de esas historias del Padre Brown que parecen escenificaciones de sueños.

Había otro Londres privilegiado para la literatura, pero es muy posible que haya dejado de existir, a no ser en la relectura o en el recuerdo inexacto: el Londres de las mejores novelas de John le Carré, de ese ciclo insuperable que comenzó en 1963 con El espía que volvió del frío y terminó 16 años más tarde en La gente de Smiley. Aquella ciudad húmeda y sombría, habitada por funcionarios de traje oscuro y modales dudosos de tan exquisitos que igual encargaban un estrangulamiento que una copa de jerez, era, en los libros de John le Carré, una de las capitales de un continente de alambradas, reflectores y niebla, de un paisaje siempre repetido en el que los cielos bajos y nublados se correspondían con el estado de espíritu y con el temperamento moral de los episodios de la guerra fría. El nombre de las ciudades era secundario: Berlín, Londres, Moscú, Varsovia, Praga, se parecían en sus cualidades comunes dé lugares opresivos, de escenario de un juego de persecuciones simétricas en el que no siempre se acertaba a distinguir a los traidores de los héroes.

Smiley era mucho más real que Sherlock Holmes, menos inverosímil, aunque no mucho menos patético, que el padre Brown. El momento en que aparecía en cada novela de Le Carré nos daba a los aficionados, a los más asiduos, la satisfacción de encontrar por la calle a un viejo conocido, alguien que nos inspira una vaga simpatía, un cierto deseo de protección: el caminar lento de Smiley, su oscilación de hombre gordo y apesadumbrado, sus hombros ensanchados por el abrigo, el modo en que unía las manos blandas y pequeñas sobre el regazo cuando asistía a una reunión, su costumbre de limpiarse las gafas con el extremo de la corbata.

En 1979, en la oscuridad nocturna y helada de las inmediaciones del muro de Berlín, George Smiley ganó a su modo la guerra secreta del espionaje, y a todos los que leíamos aquella novela nos quedó un sentimiento no de victoria, sino de postrimería y de punto final: probablemente, Le Carré, a esas alturas, había empezado a odiar a Smiley con un odio parecido al de Conan Doyle por Sherlock Holmes, alimentando hacia él ese recelo con que el escritor mira a un personaje que amenaza con suplantarlo, con seguir viviendo por encima y al margen de su voluntad. Desde entonces, en sus novelas posteriores, John Le Carré ha buscado otras geografías y otros héroes, y en la última de todas, The night manager, o El infiltrado, que yo acabo de leer sin emoción, ha querido abarcar todos los paisajes y los climas posibles, las aldeas costeras del país de Gales, los hoteles de lujo suizos, las islas del Caribe, los pueblos mineros de Canadá, las selvas panañemas, el tráfico de armas y de cocaína, las canalladas de la política internacional. Con la fatiga y el aturdimiento del turismo incesante, uno termina el libro y le dan ganas de volver a los lugares conocidos, a la niebla y el frío de Berlín, a las oficinas gubernamentales de Londres, a las calles distinguidas y solitarias por las que caminaba sin consuelo George Smiley, gordo y sabio, cornudo, con sus andares de funcionario triste, pensando en agentes dobles y en poetas alemanes del siglo XVII. Nosotros, los lectores, la otra gente de Smiley, podemos volver cuando queramos al país de esos libros. Quien parece haber sido condenado al destierro, a la pérdida de ese reino único del que alimenta cada escritor su imaginación, es el inventor y el padre de Smiley, John Le Carré, perdido ahora, como tantos otros, en las diásporas de este mundo futuro que ni siquiera el espía George Smiley supo predecir.

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