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Comienza el gran desembarco norteamericano

El cine europeo opone a la invasión aburrimiento, petulancia y mediocridad

ENVIADO ESPECIAL Si las cosas siguen como hasta ahora, la desvergonzada entrega de la Mostra a los intereses de Hollywood acabará teniendo lógica, y el despojo estará justificado. A las discutibles, pero de manera muy distinta, divertidas e interesantes Even cowgirls get the blues, dirigida por Gus van Sant, e In the line of fire, interpretada admirablemente por Clint Eastwood y John Malkovich (que se ha traído a Venecia su pinta de loco irónico), Europa está oponiendo un manojo de películas sin interés, aunque tengan dentro calidades parciales.

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La culpa del agente secreto

Es una triste exhibición de querer y no poder, que indirectamente carga de razón a quienes han puesto este débil festival en las manos sin escrúpulos de los poderosos mercaderes de imágenes californianos. Para mayor escarnio, el director de la tensa y trepidante película de Eastwood y Malkovich es un europeo: un alemán, llamado Wolfgang Petersen, que hace en ella, con mucho, su mejor trabajo.

Que Gus van Sant es un tipo raro y heterodoxo donde los haya, se sabía, pero que fuera capaz de rizar el rizo y meterse con su cámara en una película de puro rara imposible estaba por ver. Sin embargo, desde ayer ya está visto. La fauna torcida y retorcida de homosexuales de acera, de chaperos de mala y buena muerte, de golfas enjoyadas, de colgados de todo tipo, de despojos de los despojos de América que llena Drugstore Cowboys y Mi Idaho privado, sus dos películas anteriores es cosa diáfana si se compara con la gente que hormiguea en la tarta psicodélica de Even cowgirls get the blues, inspirada en la célebre -al menos entre las parroquias residuales del mundo hippy de los primeros años setenta y de los practicantes del culto al viaje a los mitos creados por la generación beat- novela de Tom Robbins, que es una especie de cosmogonía de los vertederos humanos de la era de la contracultura y de los últimos coletazos de la moral, de la transgresión y la contestación.

Rareza rebuscada

A los 40 años, este audaz cineasta, de aspecto hosco y escurridizo, que es de los que habla poco y dice mucho, ha hecho realidad un sueño de juventud. Tuvo al libro de Robbins como almohada en los tiempos de sus cunetas de autoestopista, y guardaba dentro, desde entonces, la necesidad interior de hacerlo película. Tal vez ha pasado demasiado tiempo, pues las imágenes que reposaban desde hace 20 años en su almacén de ganas reprimidas de hacerlas se le han quedado un poco viejas, y fabrica con ellas un juego de vanguardia que huele a retaguardia por los cuatro costados. Interesante experimento, pero un poco crispan te por el rebuscamiento de su rareza.

A su manera situada en las antípodas de Van Sant, In the line offire es una película que está alcanzando un rápido y enorme éxito en Estados Unidos y que tiene toda la pinta de estar destinada a arrastrar a mucha gente también en Europa. La dirige Wofgang Petersen -recuérdese su obra alemana El submarino y Una historia inmortal-, y no parece por azar fue impuesto por Clint Eastwood, que tras Sin perdón está en condiciones de imponer director a los productores.

Eastwood interpreta a un personaje muy complejo -el agente secreto que no reaccionó a tiempo para impedir que mataran a Kennedy en 1963-, como muy compleja es la relación que establece, prácticamente sin ningún encuentro físico -exceptuados dos intensos y fugaces pasajes de desenlace-, con su antagonista, el agente de la CIA -un loco de terrible lucidez- que propone ahora asesinar al nuevo presidente de Estados Unidos, y así lo anuncia a Eastwood mediante un entramado de araña tejido con ambigüedades muy ricas y perturbadoras, pues no hay línea precisa entre la idea de este asesino de acentuar la culpa de Eastwood y la de darle ocasión de redimirse de ella, de autorrehabilitarse, impidiendo el nuevo magnicidio.

El asesino está interpretado por John Malkovivh, y el dúo entre ambos actores, de tan diferentes características físicas y técnicas, es de gran precisión y un alcance emocional y dramático muy serio: un bordado entre dos formidables talentos en su oficio, que se pega a la memoria y ennoblece a una película de menor altura que sus ejecutantes, capaces de hacerla inolvidable sin realmente ser digna de ello. Pero, a la manera inimitable del cine estadounidense, es The line of fire un bello ejercicio de autoría del actor, que tiene sentido, y mucho, ahora mismo en Venecia, donde el cine europeo incurre casi sistemáticamente en el humillante rodillo de la instrumentalización del actor en nombre de la estéril hipertrofia habitual del sello de la dirección: una puesta en escena no para el intérprete oficiante, sino contra él. No hay, por ello, mal que por bien no venga: el chaparrón de cine-espectáculo que Hollywood nos ha enviado con la bendición de los responsables de la Mostra está dando -por su sencillez, eficacia y falta de petulancia- un baño de inteligencia a la colección de solemnes mediocridades europeas con que se nos flagela cada día, y de las que por desgracia habrá que ocuparse en una próxima crónica meramente enunciativa, pues, fuera de decir cómo se titulan, hay poco más que decir de ellas.

Penoso, lamentable -hasta el momento-, el papel del cine europeo en esta cifra mágica de la 500 Mostra veneciana.

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