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Crítica:CINE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

En clave de 'western'

Un día de furia es una película que se ve bien: divierte, crea tensión, tiene un guión solvente, está habilmente dirigida y magníficamente interpretada por Michael Douglas y Robert Duvall. Con superioridad por parte de este último, pues le basta, al viejo y genial maestro arquear sin inmutarse una ceja para transmitir al espectador tanta o más emoción que el notable aprendiz Douglas en cualquiera de los espectaculares recitales de gesticulación sin freno que prodiga en la película.El filme está compuesto en forma de western urbano. Las leyes ritualizadas del género de géneros ya no requieren la iconografía histórica del viejo Oeste para poner en movimiento los mecanismos de la gran aventura trágica contemporánea.El western, tras un siglo de existencia, es más que un género: es un lenguaje, un cauce o una concavidad formal en la que cualquier contenido dramático y argumental que se introduzca y reordene en ella adquiere automáticamente el inconfundible distintivo de la más honda aportación del cine al arte de este siglo.

Un día de furia

Dirección: Joel Schumacher. Guión: E. A. Smith. EE. UU, 1993. Intérpretes. Michael Douglas, Robert Duvall, Barbara Hershey, Frederic Forrest, Tuesday Weld. Cines Palacio de la Música, Benlliure, Amaya, Juan de Austria, La Dehesa, Novedades, Coslada, Las Rozas, Parquesur, Aluche, Burgocentro, Pozuelo, Villalba, Fuenlabrada, Florida y (en v. o.) California.

Un día de furia es el trazado lineal del recorrido físico y existencial de dos individuos comunes, la representación de dos itinerarios humanos reconocibles, que se buscan recíprocamente y que desembocan en el punto final de un fatal y explosivo encuentro en forma de desencuentro absoluto, de choque frontal, de duelo a muerte: tal es la vértebra desnuda del western puro, oficiada en esta película no sobre el polvo de una vieja pradera, sino sobre la piel de asfalto de una trágica ciudad (Los Ángeles) de ahora mismo.

Es la reconstrucción de la fiebre saguinaria que mancha un día decisivo en los destinos de esos hombres. El primer día de un tipo mediocre y a la deriva que, enloquecido por su entorno social evilecido, decide liarse a tiros con él y despedir su condición de ciudadano común con un adiós descomunal. Y el último de la vida profesional de un apacible -nunca tuvo que matar a nadie- policía que se despide de su rutinario trabajo enfrentándose a ese caso fuera de toda norma. De ahí otra clave westerniana: el recitado de una ancestral metáfora, la de la hoguera que quema la difusa frontera existente entre la excepción y la norma.

Hay más claves de esta estirpe. Y dentro de ellas un relato con una variante turbia: la derivada de la todopoderosa ley de la estrella, que impone el peaje de convertir al carnicero interpretado por Douglas en punto de vista del relato y, por tanto, a despertar hacia él una corriente no querida de simpatía del espectador, que se ve obligado por la fuerza de la imagen a olvidar su asco hacia un asesino fascista en su tarea de exterminio, en pleno genocidio.

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